II Domingo de Cuaresma, Ciclo A
El Evangelio nos transfigura
Al principio de la cuaresma se anticipa el final, pero el camino hay que recorrerlo
hasta la Pascua, a través de la Pasión. Ésta es la función que cumple a la mitad
de los evangelios sinópticos la escena de la transfiguración. Es el anuncio
anticipado de la gloria real de Jesús en su resurrección. Una constante recorre las
lecturas de este domingo de cuaresma: La llamada de Dios a recorrer el camino
tortuoso de la fe guiados por su promesa: Abrahán ha de salir de su tierra y de su
casa familiar, y la fe le irá planteando pruebas sucesivas hasta el sacrificio del
propio hijo (Gn 12,1-4). Pablo clarifica a Timoteo que el sufrimiento forma parte de
la llamada de Dios a la vida desde el Evangelio (2 Tim 1, 8b-10) y la transfiguración
de Jesús revela que el único camino hacia la gloria del Hijo del Hombre es el del
sufrimiento y del rechazo (Mt 17,1-9). La vocación lleva consigo la transfiguración
total de la vida, como le pasó a Abrahán, a Pablo, a Timoteo, a los discípulos todos.
La vocación de Abrahán fue también una transfiguración de su vida (Gen
12,1-4a). Él fue llamado por Dios a transformar su vida, abandonando lo más
personal de la vida, la tierra y la casa paterna. Guiado por la fe se aventuró a
orientar su vida por la palabra de Dios con la promesa de obtener la bendición de
Dios: la tierra y la descendencia. Como el gran patriarca de la fe sepamos que Dios
siempre cumple sus promesas, pero el modo en que éstas se realizan puede ser tan
sorprendente como la cruz.
La transfiguración de Cristo y su significado para los discípulos ocupa el centro de
atención de la Iglesia en este domingo. El relato de la transfiguración nos cuenta un
momento crucial de encuentro revelador de Jesús con Pedro, Santiago y Juan. Es
otro encuentro en un monte alto, como lugar de una revelación especial de Dios (Mt
4,8; 5,1; 28,16). Ellos sintieron muy cerca la gloria de Jesús. Jesús se
transfiguró delante de ellos (Mt 17,2) pues su rostro brilló como el
sol. Nuestro refrán dice que la cara es el espejo del alma. Lo que ese rostro revela
está en relación con la identidad mesiánica de Jesús, expresada por Pedro
anteriormente (Mt 16,16) al decir "tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente" y
está en relación también con la predicción de su destino recogida en los dos
anuncios de su pasión (Mt 16,21; 17,22-23) que enmarcan la transfiguración. El
blanco brillante de la luz pertenece al lenguaje apocalíptico y significa la
pertenencia al mundo divino (Dn 7,9; Ap 1,14; 2,17). El diálogo de Jesús con
Moisés y Elías resalta la importancia de Jesús. Moisés era el guía liberador del
pueblo de la esclavitud de Egipto y mediador de la ley de Dios. Elías era el profeta
que ha reconducido al pueblo desde el culto idolátrico a Baal al culto del Dios
verdadero. Uno y otro han sufrido el rechazo y la persecución, lo mismo que Jesús.
Según la tradición judía, ambos personajes fueron arrebatados al cielo. Al estar
hablando con ellos Jesús, se expresa que éste está al nivel de la gloria celestial.
Jesús es la plenitud de la ley y los profetas.
En la conversación entra también Pedro. En realidad estar con Jesús es estar en
la gloria . La aspiración lógica de Pedro es quedarse, porque se está bien. Y es muy
legítima. Es sentir la alegría del encuentro personal y profundo con
Jesús. Es percibir la grandeza divina y estremecedora del Señor. No estaría mal
revisar nuestros momentos posibles de encuentro con Jesús semejantes al de la
transfiguración, especialmente en la Eucaristía. Sin embargo, en el seguimiento de
Jesús no bastan los buenos sentimientos, propios del Tabor. La religión cristiana no
es sólo ni principalmente para sentirse bien, sino para emprender el camino
aventurado de la fe, como Abrahán, el camino de las tribulaciones de Pablo y de
Timoteo por causa del Evangelio, y el camino del sacrificio por amor de Jesús a
favor de los sufrientes y desfigurados de esta tierra. Hay reducciones religiosas de
la vida cristiana que tienden a hacer de la experiencia comunitaria sólo un refugio
de felicidad para decir ¡Qué bien se está aquí! Creo que quien se quede sólo en las
expresiones de la fe que aportan satisfacción, que dan sosiego y garantizan una
cierta vivencia religiosa en la vida, pero exenta de compromiso y del riesgo de vivir
a la intemperie asumiendo los compromisos del Evangelio, puede estar en las
nubes, pero no en el proceso de la verdadera transfiguración.
A los discípulos que hablan con Jesús (v. 5) la nube también luminosa los cubrió
(Éx 24,16). Ellos están envueltos en la teofanía que revela que Jesús es el Hijo
amado de Dios. En la transfiguración tiene lugar la misma revelación que se dio en
el bautismo al principio del Evangelio. Ahora la misma voz celeste revela al inicio de
la segunda parte del Evangelio el modo en que Jesús realizará su misión: desde
el misterio de su pasión, muerte y resurrección.
Recurriendo al Dt 18,15 se subraya la necesidad de escuchar a Jesús. El miedo
provocado en los discípulos es la reacción normal de las escenas de revelación en el
AT. Esto lo subraya S. Mateo caracterizando la escena como una escena teofánica.
Pero las palabras de Jesús a sus discípulos son propias de un oráculo de salvación:
"No temáis" (cf. Mt 28,5.10). En Mt 28,5.10, el ángel y Jesús anuncian
respectivamente el mensaje pascual. En el Tabor es Jesús mismo quien alienta a la
comunidad cristiana, pues un poco antes había dicho a los discípulos que tenían que
cargar con su cruz (Mt 16,24-27). El evangelio se concentra en la persona de Jesús.
A quien han visto transfigurado es sólo a Jesús (17,8). Vuelve el matiz apocalíptico
en la orden de no contar la visión (Dn 12,4.9) y Jesús la vincula a su muerte y
resurrección. El secreto mesiánico es la advertencia de Jesús a sus discípulos de
que silencien lo que han visto hasta que suceda todo lo que tiene que suceder para
revelar su auténtico mesianismo a través de su muerte y pasión. El mensaje que
hay que escuchar es que el Hijo del Hombre va a sufrir y va a recorrer un
camino paradójico hacia la gloria pasando por la cruz. No hay
transfiguración verdadera sin cruz. No hay transfiguración profunda sin
configurar la vida con Cristo mediante el amor comprometido con los rostros
desfigurados de la tierra y con los crucificados del mundo. Jesús, como Moisés y
Elías, será rechazado por su pueblo, pero Dios lo constituirá Señor glorioso.
Por su parte, san Pablo desde la cárcel exhorta a Timoteo: "sufre conmigo por el
Evangelio, con la fuerza de Dios. El nos salvó y nos llamó a una vocación
consagrada [...] Jesús ha aniquilado la muerte e iluminado la vida inmortal por
medio del Evangelio (2Tim 1, 8b-10). El Evangelio es el instrumento de
transfiguración de la vida del apóstol y el sufrimiento por el Evangelio una
seña de identidad del discípulo. Lo que realmente transfigura al hombre
revistiéndolo de gloria es escuchar la palabra de Dios, es concentrar nuestra
atención sólo en Jesús, es contactar con Jesús que nos resucita en medio de los
temores de la vida y es comprender el destino del Hijo del Hombre en la Pasión.
Podría parecer que la transfiguración es un acontecimiento exclusivo de Jesús, y
como mucho, sólo al alcance de los discípulos allí presentes: Pedro, Santiago y
Juan. Pero no es así, pues lo que en Jesús es una realidad que revela su identidad
divina y su destino mesiánico de gloria que pasa por la Pasión hasta la cruz, en los
creyentes es una realidad dinámica de transformación continua del ser
para vivir como hijos de Dios. Pablo exhorta a los cristianos a no amoldarse a
los criterios de este mundo sino a transformar la vida con la renovación de nuestra
mente, por la entrega de la vida, como único sacrificio agradable a Dios (Rm 12,2).
Los creyentes nos vamos transfigurando en imagen de Dios por obra del Espíritu (2
Cor 3,18) Siempre es el mismo verbo: "Transfigurar". Con términos semejantes
se expresa en Flp 3,21 afirmando la transformación de nuestra condición humilde
en condición gloriosa con su misma energía.
En el contacto permanente con Jesús en la oración y mediante la escucha de
su Palabra también en nosotros se puede transformar el rostro
asemejándose al suyo. Parece un hecho comúnmente comprobable que los
rostros de un hombre y una mujer que han vivido juntos en matrimonio durante
mucho tiempo, en la madurez se acaban pareciendo también físicamente. Y es que
han compartido la vida, las alegrías y las penas, la risa y el llanto, el dolor y la
esperanza. Y sus rostros se han transformado en el de la persona amada. Algo así
puede sucedernos a nosotros en relación con Cristo, que nuestros rostros se
transfiguren con el de Jesús, al compartir con él la entrega generosa de cada día.
Cuando en esta cuaresma oramos con el salmo 50, el salmo penitencial por
excelencia, invocamos al Espíritu diciendo "renuévame por dentro con Espíritu
firme", "no me quites tu santo espíritu", "afiánzame con espíritu generoso", para
que en nosotros se realice la transfiguración de nuestra mente y de nuestro
espíritu, quebrantado y humillado, mediante la configuración de la nueva
personalidad con Cristo, especialmente a través del amor a los rostros más
desfigurados del mundo. Dejemos que nuestra cara sea también el espejo de un
alma transfigurada y trastocada por la gloria de Jesús en su pasión. Los
sacramentos de la Iglesia son momentos singulares de la vida cristiana que
celebran lo acontecido en Cristo con su muerte y Resurrección y anticipan lo que
seremos nosotros: Transformados y transfigurados a través de la Pasión.
José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura