EL TERCER DOMINGO DE CUARESMA A
(Éxodo 17:3-7; Romanos 5:1-2.5-8; Juan 4:5-42)
Gente en todas partes sabe de Marilyn Monroe. Aunque murió hace más que
cincuenta años, sigue su cara como una de las más conocidas en el mundo. Tuvo
una belleza tan extraordinaria que sólo pudiera ser igualada por su miseria. Pues,
tuvo tres esposos, a lo mejor abortó varios bebés, y probablemente se suicidó. En
el evangelio hoy Jesús encuentra a una mujer con una historia casi tan indecorosa
como la de Marilyn Monroe.
Jesús es cansado, pero se dirige a la samaritana. No le importa que ella vive con
un hombre que no es su marido, mucho menos que los judíos no tratan a los
samaritanos. No, a Jesús la samaritana es una hija de Dios, en necesidad de
verdadero amor. Es similar a la historia que se cuenta de un sacerdote muriéndose
del cáncer. Un día cuando estaba en el consultorio de su médico, el sacerdote
encontró a una enfermera que era católica pero ya no practicaba la fe. Dijo ella
que por haber visto tanto sufrimiento no más pudo creer en un Dios personal. A
pesar de su cáncer el sacerdote se le dirijo a ella con una explicación de Dios tanto
esperanzadora como acertada. Le dijo que el universo fue establecido y animado
por el amor que es el ser en sí y sostiene todas otras cosas en su ser. Porque este
amor queda al núcleo de la existencia, toda cosa se haría correcta al final de
cuentas.
La enfermera no podía responder al discursito del sacerdote. Solamente le
agradeció y salió. Así la samaritana no quiere molestarse con Jesús. Le trata de
despedirse: “¿Cómo es que tú, un judío, me pides de beber a mí, que soy
samaritana?” Pero Jesús no va a permitir que lo rechace. Le ofrece algo que
anhela: el “agua viva” que, en un nivel, significa el agua de una fuente que siempre
es mejor que el agua estancada de un pozo y que no tiene que sacarse. Pero
realmente Jesús tiene en cuenta el nivel metafórico donde el agua viva significa la
gracia. Que demoremos aquí un momento para preguntar: ¿qué es la gracia?
Tal vez hayamos pensado en la gracia en el alma como dinero acumulando en el
banco que ocuparemos para comprar la entrada al cielo. Sería mejor considerarla
como la forma del corazón que nos hace posible vivir como hijos e hijas de Dios.
Como se forma un tubo en una flauta para producir la música, así la gracia forma
nuestros corazones para amar bien. En el mundo hoy la gracia condiciona el
corazón para resistir los estupefacientes que nos distraen de nuestra vocación a
amar como Dios ama. Con la gracia decimos “no” a la gratificación instantánea del
yo, sea con la pornografía, con drogas, o con siempre teniendo nuestra voluntad
cumplida. Para la samaritana la gratificación evidentemente viene de cambiar al
hombre cuando le dé la gana.
Cuando Jesús se le revela a ella su falta, la samaritana se da cuenta de que él es el
Mesías que iba a rescatar a Israel. Entonces deja su cántaro para anunciar al
pueblo la buena noticia. Las dos acciones tienen significado. Primero, el cántaro
simboliza la vida vieja de la mujer. Como ya tiene el agua viva y no necesita más
de agua del pozo, ya tiene la gracia y no más va a pecar. Segundo, los seguidores
de Jesús no deben quedarse callados sobre la gracia con que les fortalece. Como
Jesús se extiende a otras personas, ellos también tienen que compartir su fe con
los demás. Nos incumbimos también a nosotros hablar de la gracia recibida de
Jesús. Ciertamente queremos enseñar a nuestros niños de Jesús. ¿Por qué no lo
mencionamos también a nuestros colegas? Podemos decirles la verdad: que no
seríamos quienes somos si no fuera por él.
“Danos un corazón, grande para amar” cantamos. Es el corazón formado por la
gracia para apreciar a todos – tanto los pecadores como los santos – como hijos e
hijas de Dios. “Danos un corazón fuerte para luchar” continuamos. Es el corazón
formado por la gracia para resistir tanto los piropos como los rechazos que nos
impiden a seguir a Jesús. Sí, Seños, danos un corazón formado por tu gracia.
Padre Carmelo Mele, O.P.