CICLO B
TIEMPO PASCUAL
I DOMINGO DE PASCUA
DE RESURRECCIÓN
Todas las celebraciones de la Semana Santa culminan con el estallido de luz de la
Vigilia pascual, en la que revivimos la resurrección de Cristo. No sólo vuelve a la
vida aquel Nazareno, que “como un hombre cualquiera se sometió a la muerte”,
prueba de su amor total y de su entrega filial al Padre. Por este acto de amor filial,
puesto de manifiesto en su misma muerte, Jesús es transformado talmente,
resucita a una vida nueva y transfigurada, como el grano de trigo que germina en
su muerte: “Muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida”
(Prefacio I de Pascua).
Hoy, domingo de Resurrección, celebramos la fiesta más importante del año
cristiano. “Fiesta de fiestas” (San León Magno). Cristo ha resucitado. La muerte ya
no tiene dominio sobre Él. Jesús no sólo volvió a la vida como la hija de Jairo, el
joven de Naín o Lázaro. Estas personas milagrosamente, por el poder de Jesús,
volvieron a la vida. Pero llegado el momento, experimentaron el dolor, la agonía y
la angustia de la muerte por segunda vez.
Amor total y entrega filial de aquel hombre verdadero, Hijo de Dios verdadero, que
por ser eternos, infinitos, hacen que la muerte y la resurrección de Cristo
constituyan un acontecimiento decisivo y actual también para nosotros. “Porque él
aceptó la muerte, uno por todos, para librarnos del morir eterno; es más, quiso
entregar su vida para que todos tuviéramos vida eterna” (Prefacio II de difuntos).
En la Plegaria Eucarística II proclamamos que “Cristo ha vencido a la muerte y nos
ha hecho partícipes de su vida inmortal.” Se nos han abierto las puertas de la vida
por medio de Cristo, vencedor de la muerte (Oración colecta de hoy). Más aún, en
la muerte de Cristo y en su resurrección “hemos resucitado todos”, y su victoria
(sobre el mal, el pecado y la muerte) es ya nuestra victoria.
Es mediante la fe y el bautismo como nosotros llegamos a ser uno en Cristo Jesús
(Ga 3, 28): “No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo”, comenta
Benedicto XVI. Injertados en Cristo, recibimos la vida inmortal de Dios. Somos
hijos de Dios en el Hijo único de Dios. Llamados a vivir en comunión con Cristo (1
Cor 1,9) y participando de la vida del Resucitado, los cristianos, como hombres
nuevos, deben orientar toda su vida hacia el Señor. El Crucificado-Resucitado no es
un recuerdo del pasado. El Viviente para siempre (Ap 1, 17-18) vive y da la vida a
cuantos creen en él.
La vinculación del Resucitado con nosotros se realiza ya ahora. El amor y la entrega
hasta la muerte de Cristo, Dios y hombre verdadero, hacen que en el hoy eterno de
Dios, su muerte y su resurrección sean actuales para nosotros. Cristo fue
“entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rm 4,
25). Mientras vamos de camino por este mundo recibimos la gracia de Dios, que es
la vida de Dios, la gloria de Dios.
La victoria de Cristo es ya nuestra victoria: Hemos resucitado con Él. No es una
forma piadosa de hablar. Es una realidad: participamos ya, mediante la gracia, de
la vida, de la gloria de Dios. Somos uno en Cristo. Participamos de su ser filial:
Somos hijos de Dios. Recibimos la vida de Dios, que llega a nosotros a través de la
fe y el bautismo. “En efecto, este sacramento es muerte y resurrección,
transformación en una nueva vida, de tal manera que la persona bautizada puede
decir con Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20).
Vivo, pero no soy yo… ¿Qué es lo que ha sucedido en nosotros? Responde Pablo:
que todos habéis sido hechos uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3,28)” (Benedicto XVI).
Estamos llamados a vivir en comunión existencial con Cristo. En una relación de
persona a persona, de corazón a corazón. Cristo no es una tradición, ni una
costumbre: es una persona viva.
Nuestra fe en Cristo resucitado nos da la seguridad de que la vida es más fuerte
que la muerte. El bien es más fuerte que el mal. El amor es más fuerte que el odio.
La verdad es más fuerte que la mentira.
Cristo ha resucitado: ni la muerte ni el mal tienen ya dominio sobre Él. Ha
derrotado para siempre al mal, al pecado y a la muerte y nos hace, ya desde
ahora, partícipes de su vida inmortal.
MARIANO ESTEBAN CARO