CICLO B
TIEMPO PASCUAL
II DOMINGO
La experiencia de la cruz había sido muy dura para los discípulos. Llenos de miedo,
se habían encerrado en una casa. El día de la resurrección, estando cerradas las
puertas, entró Jesús Resucitado y les dijo: Paz a vosotros. Les enseñó las heridas
de los clavos y la de la lanzada en el costado. Eran la prueba de que el Crucificado
era el mismo que había resucitado. Exhaló el Espíritu Santo para el perdón de los
pecados sobre los discípulos, que se llenaron de alegría. La historia de Jesús no
había terminado con su muerte. Todo lo contrario. Su fuerza salvadora, para Él y
para nosotros, va más allá de la muerte, a la que vence y supera definitivamente.
“El amor misericordioso de Dios llega a nosotros a través del coraz￳n abierto del
Resucitado”, decía Juan Pablo II, que design￳ como Domingo de la Misericordia
Divina al II Domingo de Pascua. Jesús muestra las heridas de su muerte en cruz. A
los discípulos, a Tomás el incrédulo y también a nosotros. Porque siguen siendo
ahora heridas vivas, prueba de su amor. Cristo es infinitamente compasivo y
misericordioso. Pone siempre corazón y entrega: es el hombre para los demás. El
Resucitado ya no padece, pero sí compadece. Sufre con nosotros, por nosotros y en
nosotros. Creemos en un Dios herido. Nuestras heridas son sus heridas.
Cristo ayer y hoy. Con estas palabras, mientras se señalaba la cruz y el número del
año en curso, fue consagrado el cirio pascual, que luciendo enhiesto en nuestras
iglesias nos recuerda un hecho trascendental: que el Crucificado-Resucitado, con
“sus llagas santas y gloriosas”, está vivo y sigue difundiendo su luz y su vida a los
hombres y mujeres de todos los tiempos; también a cada uno nosotros y en todos
los momentos de nuestra existencia, desde el bautismo hasta las exequias, en
cuyas ceremonias también estará presente este cirio.
“Dichosos los que crean sin haber visto”, dice el Se￱or en el Evangelio de hoy.
Cristo resucitado es el fundamento de nuestra fe, que ha de transformar toda
nuestra vida: nuestro pensar y nuestro sentir; también nuestro convivir, como
aquel primer grupo de creyentes, que eran muy bien vistos y así daban testimonio
de la resurrección del Señor con mucho valor (primera lectura).
“En la resurrecci￳n de Jesús comienza una nueva condici￳n del ser hombres, que
ilumina y transforma nuestro camino de cada día y abre un futuro cualitativamente
diferente y nuevo para toda la humanidad” (Benedicto XVI). Hemos de vivir la
Pascua “no como algo del pasado, sino más bien como un acontecimiento del
presente”, ense￱a san Le￳n Magno. Bien podemos decir que Jesús es nuestro
contemporáneo.
Lo que consigue la victoria sobre el mal, el pecado y la muerte es nuestra fe. Una
fe que obra por el amor a Dios y a los hermanos. “En esto conocemos que amamos
a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos”, nos
recuerda la segunda lectura.
A los ocho días Jesús volvió a aparecerse a sus discípulos. Ya estaba Tomás con
ellos. “Si no veo no creo”, había dicho. Y exigía meter la mano y los dedos en los
agujeros de os clavos y de la lanza. Tomás creyó y confesó a Jesús: “Se￱or mío y
Dios mío”. Le responde Cristo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que
crean sin haber visto”. Esto significa que lo que nos pone en contacto con Jesús es
la fe, que es la que nos salva. El mejor comentario a la respuesta que el Señor dio
a Tomás está en las palabras de san Pedro en su primera carta (1, 8-9): “No habéis
visto a Jesucristo y lo amáis; no lo veis y creéis en él; y os alegráis con un gozo
inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia
salvaci￳n”.
Nosotros estamos unidos a Él, injertados en Él. Mediante el bautismo y mediante la
fe, que obra por el amor, participamos ya de la vida divina de Cristo, de su ser de
Hijo de Dios. De su ser filial y de su ser fraternal. En Él podemos salvar la distancia
que hay entre nuestra miseria y la naturaleza divina: la bondad infinita, la vida
inmortal. En esto consiste la salvación del pobre ser humano. Somos ya hijos de
Dios, partícipes por la gracia de la naturaleza divina. Esto es realidad y verdad. No
una forma piadosa de hablar.
Todo el que cree en el Resucitado, aunque no lo haya visto, ni palpado, ni comido
con Él, tiene la fuerza de Dios para alcanzar esta su salvación. Una fe viva y
verdadera, que obra por el amor auténtico a Dios, sobre todo, y al prójimo como a
nosotros mismos.
No creemos en algo: en cosas, tradiciones y costumbres. Creemos en Alguien: en
una persona viva, la de Cristo, que ha vencido definitivamente al pecado y a la
muerte. Y da una orientación nueva y decisiva a nuestra vida. Creer en el
Crucificado Resucitado es creer que el amor es más fuerte que el mal, el pecado y
la muerte.
Cristo vivo y glorioso es en persona nuestro camino, nuestra verdad, nuestra vida.
Por eso, nuestra relación con Él debe ser viva y existencial, de corazón a corazón,
de persona a persona. No para ser vistos: sino con autenticidad y verdad.
En la eucaristía, sacramento pascual, está presente Cristo resucitado real,
verdadera y sustancialmente. Se nos ofrece como comida y como bebida. El Señor
nos asimila a sí mismo resucitado y glorioso, para que vivamos con Cristo y como
Cristo, venciendo al pecado, al mal y a la muerte.
MARIANO ESTEBAN CARO