III domingo de cuaresma/A
(Ex 17, 3-7; Rm 5, 1-2.5-8; Jn 4, 5-42)
La Samaritana
Las Lecturas de hoy nos hablan de “agua”: agua en pleno desierto brotando de una
roca (Ex.17, 3-7) , y agua de un pozo al que Jesús se acerca para dialogar con la
Samaritana (Jn. 4, 5-42). Pero más que todo, nos hablan de un “agua viva”, que
quien la bebe ya no necesita beber más, pues queda calmada toda su sed.
Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el célebre diálogo de Jesús con
la mujer samaritana, narrado por el evangelista san Juan. La mujer iba todos los
días a sacar agua de un antiguo pozo, que se remontaba a los tiempos del patriarca
Jacob, y ese día se encontró con Jesús, sentado, “cansado del camino” ( Jn 4, 6).
Jesús, como dice Agustín, “tenía sed de la fe de esa mujer” ( In Ioh. Ev., 15, 11), al
igual que de la fe de todos nosotros. Dios Padre lo envió para saciar nuestra sed de
vida eterna, dándonos su amor, pero para hacernos este don Jesús pide nuestra fe,
como decíamos el domingo pasado. La omnipotencia del Amor respeta siempre la
libertad del hombre; llama a su corazón y espera con paciencia su respuesta.
El agua es uno de los símbolos que con más frecuencia aparece en la Sagrada
Escritura, cuyo correlato en el hombre es la sed. Símbolo algo difícil de percibir en
toda su fuerza para nosotros, que habitamos un país en el que, por lo general, el
agua abunda. No nos cuesta trabajo. Basta abrir el grifo. En Palestina, en cambio,
cuando había escasez era uno de los elementos más apreciados, el primero y
fundamental para la supervivencia del hombre. El agua es también condición de
fecundidad de la tierra. Sin ella, tenemos desierto árido, zona de hambre y de sed,
y la consecuencia, si no hay pozos o cisternas, muerte de hombres, animales y
vegetales. Poseer fuentes de agua en Palestina es signo de riqueza y de bendición
divina.
L a Biblia recurre con frecuencia a la imagen del agua para expresar el misterio de la
relación entre Dios y el hombre. Dios es la fuente de la vida para el hombre y le da
la fuerza de florecer en el amor y la fidelidad. Apartarse de él es morir de sed.
Preguntemos a la samaritana del evangelio de hoy. Lejos de Dios, el hombre no es
sino tierra árida, sin agua, destinado a la muerte. El alma siente la nostalgia de
Dios porque tiene el cántaro del corazón vacío (evangelio). Pero si Dios está con el
hombre, éste se transforma en un huerto, poseyendo en sí la fuente misma que lo
hace vivir. El agua es así símbolo del Espíritu de Dios, capaz de transformar un
desierto en floreciente vergel y un pueblo infiel en verdadero Israel (primera
lectura). Y con esa agua podremos abrevar también a nuestra familia y nuestros
sueños.
Jesús ha venido a traernos sus aguas vivificantes, como a la samaritana. Él es la
roca de donde sale esa agua. Lo que tenemos que hacer nosotros es golpear con la
fe y la esperanza esa roca (primera lectura). Esa roca para nosotros es el Costado
abierto de Jesús que destila agua viva y sanadora en los sacramentos. Necesitamos
llevar el balde de nuestra vida, aunque esté agujereado y seco, y Jesús lo
arreglará, como hizo con la samaritana (evangelio). Jesús, con ternura y tiento, fue
elevando poco a poco a esta mujer al nivel de fe, para que pudiera acercarse hasta
su Costado abierto y beber.
Sí, Dios tiene sed de nuestra fe y de nuestro amor. Como un padre bueno y
misericordioso, desea para nosotros todo el bien posible, y este bien es él mismo.
En cambio, la mujer samaritana representa la insatisfacción existencial de quien no
ha encontrado lo que busca: había tenido «cinco maridos» y convivía con otro
hombre; sus continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir repetitivo y
resignado. Pero todo cambió para ella aquel día gracias al coloquio con el Señor
Jesús, que la desconcertó hasta el punto de inducirla a dejar el cántaro del agua y
correr a decir a la gente del pueblo: «Venid a ver un hombre que me ha dicho todo
lo que he hecho: ¿será este el Mesías?» ( Jn 4, 28-29).
Cada uno de nosotros puede identificarse con la mujer samaritana: Jesús nos
espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablar a nuestro corazón,
a mi corazón. Detengámonos un momento en silencio, en nuestra habitación, o en
una iglesia, o en otro lugar retirado. Escuchemos su voz que nos dice: “Si
conocieras el don de Dios…”. O también podemos pensar: ¿Dónde encuentro a
Jesús hoy como agua viva? ¿Tengo el balde preparado ya para recibir esa agua
vivificante, santificadora y sanadora? ¿Dónde suelo ir a saciar mi sed: a los pozos
contaminados de este mundo o a la fuente de Cristo que la Iglesia conserva intacta
y viva en los sacramentos y en la piedad popular?
Que María, nuestra Señora de la Soledad, nos enseñe a Abrir el corazón a la
escucha confiada de la palabra de Dios para encontrar, como la samaritana, a Jesús
que nos revela su amor y nos dice: el Mesías, tu Salvador, “soy yo: el que habla
contigo” ( Jn 4, 26).
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)