Pautas para la homilía
IV Domingo de Cuaresma, Ciclo A
¡Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz!
En todas las lecturas encontramos la temática de la mirada, del saber ver, del
aprender a mirar, de la luz.
Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón
En la lectura del libro de Samuel, Dios orienta al profeta para que sepa identificar al
ungido rey: Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el
corazón. Samuel no unge a los hijos de Jesé más notables, ni a los más aparentes,
sino al pequeño, al pastor, que ni siquiera estaba en casa durante la visita del
profeta. Samuel unge a David, pero no porque sea de buena estatura y presencia
(también lo eran sus hermanos) sino porque tiene previsto habitar en él con su
Espíritu. Lo relevante de David es que se convertirá en presencia del Espíritu de
Dios, que lo acompañará desde el momento de la unción.
La idea conecta con la lectura evangélica: Jesús será el ungido de Dios, el Mesías.
La presencia del Espíritu en él supera a la que hay en David, porque Jesús, como
sabe reconocer el ciego, que se postra ante él al final del relato, es la presencia del
mismo Dios.
La fuente de Siloé
La mención del evangelista Juan a la fuente de Siloé sugiere un paralelismo entre el
templo y Jesucristo. Es conveniente que al menos el predicador lea el texto
completo del capítulo 9, pues en la liturgia el texto aparece gravemente mutilado.
Jesús manda al ciego a lavar el barro que le ha puesto en los ojos a la fuente de
Siloé. En la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas, una de las más importantes
para los judíos, se recordaba el peregrinar por el desierto y la multitud de dones
ofrecidos por Dios (nuestra cuaresma está también íntimamente relacionada con
ese peregrinar y ese agradecimiento por lo recibido). Uno de los rituales de la
celebración consistía en coger agua de la fuente de Siloé y derramarla sobre el altar
de los sacrificios del Templo, para simbolizar así la presencia del Espíritu. Jesús
cura al ciego, que ahora es capaz de ver, no solamente lo superficial, sino también
lo profundo, pues reconoce la presencia del Espíritu en Jesús, al que declara Señor
y ante el cual termina postrándose.
El gesto del barro
La actitud del que era ciego contrasta con la de algunos de los fariseos, que siguen
sin poder ver. Sujetos a su modo acostumbrado de entender las cosas acusan a
Jesús de no venir de parte de Dios, precisamente por haber hecho barro en sábado,
algo expresamente prohibido. El gesto del barro recuerda al gesto de la creación del
hombre: Jesús está re-creando al ciego, dándole una nueva vida, una visión. Lo
importante es saber reconocer la presencia del Espíritu, que actúa más allá de los
preceptos religiosos de toda índole: Dios crea la oportunidad de una nueva vida en
cada instante. Solamente hay que saber reconocer a Jesús, ver en él la presencia
salvífica de Dios, poner en él nuestra vida.
Se da un contraste interesante entre el ciego de nacimiento, que se supone pecador
según la mentalidad de aquella época, y los fariseos, que eran una especie de
santos profesionales y escrupulosos cumplidores de todos los preceptos. Es el
supuesto pecador el que, una vez sanado o re-creado por Jesús, saber ver en él al
Señor; es en el supuesto pecador en quien, como dice el propio Jesús, se revela la
acción de Dios (9,3), y no en los fariseos. Jesús una vez más hace nuevas todas las
cosas: el ciego resulta salvado y, tras ser expulsado por los fariseos, se convierte
en seguidor de Jesús; los fariseos, supuestos santos, son realmente pecadores,
pues diciendo que ven no son capaces de reconocer a Jesús: vuestro pecado
permanece (9,41), les dice. Jesús es signo de contradicción: he venido a este
mundo a entablar un juicio, para que los ciegos vean y los que vean queden ciegos
(9,39).
Pecado y bondad
Existe en el texto de la carta a los efesios una dialéctica parecida entre pecado y
bondad, pero esta vez expresada en términos de oscuridad y tinieblas. De noche
todos los gatos son pardos: es el lugar de la confusión, del equívoco, de hacer
pasar lo bueno por malo y lo malo por bueno. La luz, sin embargo, pone de
manifiesto la injusticia, la maldad y la mentira. Los cristianos no solamente han
recibido la luz para caminar de modo agradable a Dios; además deben ser luz:
ahora sois luz, dice san Pablo. Por el Espíritu que habita en nosotros desde el
bautismo somos capaces de lo justo, de lo bueno y de lo verdadero, pues tales son
los frutos de la luz. Jesús obró en el ciego de nacimiento la re-creación y le
concedió la visión, la vista, tras aclararse los ojos con las aguas de Siloé que
significan el Espíritu. Nuestro pecado ha sido borrado por Jesús con las aguas de
nuestro bautismo, y nos ha hecho hombres y mujeres nuevos. David fue ungido con
el aceite para que el Espíritu penetrase en él. Nosotros somos también ungidos en
nuestro bautismo. Agua y aceite, el Espíritu, en definitiva, que nos abre las puertas
de una vida nueva. Quizá seamos pequeños, como lo era David, pero el Espíritu que
habita en nosotros nos permite reconocer en Jesús al Señor, nos permite amar con
su amor. De la muerte y las tinieblas somos llamados a la vida y a la luz. Por eso
san Pablo cita lo que probablemente era un texto utilizado en el bautismo:
Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz.
Quizá como le pasa a Jesús nuestro camino hacia la Pascua vaya llenándose de
dificultades y opositores, pero hemos de ser conscientes de que la fuerza para
recorrer ese camino nos viene de otro: hemos de estar abiertos a su acción, hemos
de ser dóciles y obedientes a sus impulsos. Es Dios, con el Espíritu, el que mediante
Jesús nos ha capacitado para recorrer ese camino hacia Él.
Fr. Moisés Pérez Marcos O.P.
Convento de San Esteban (Salamanca)
Con permiso de: dominicos.org