IV domingo de cuaresma/A
La ceguera del cuerpo y la ceguera del alma
En su encuentro con la samaritana, Jesús nos habló del misterio de la vida
sobrenatural por medio del símbolo del agua (domingo pasado). Hoy nos habla de
la victoria de la luz divina sobre las tinieblas del pecado por medio del símbolo de la
enfermedad y de la ceguera (evangelio). Sólo así, curados de la ceguera , viviremos
como hijos de la luz y daremos frutos de luz: bondad, justicia, pureza, caridad y
verdad (segunda lectura). Sólo así conservaremos la unción de nuestro bautismo
donde Dios nos hizo partícipe de su gracia y nos abrió los ojos a su luz, librándonos
de la ceguera (primera lectura).
El hombre, ciego de nacimiento del Evangelio, jamás ha visto nada ni a nadie. En el
momento en que adquirió la vista, se le manifestó, por vez primera, todo el mundo
que nosotros vemos cada día, como una novedad absoluta… Hasta ahora se
manejaba con la ayuda del tacto, quizá con la ayuda del bastón blanco, como los
ciegos de nuestro tiempo, o tal vez lo ayudaba un perro-guía. Sin embargo, estas
ayudas apenas le permitían moverse con trabajo, sufriendo muchas dificultades en
la vida dentro del estrecho círculo de los objetos. ¿Qué experimentó al adquirir la
vista? ¿Cómo debería vivir ahora? ¿En qué perspectiva debía sentirse liberado?
Liberado porque veía.
Y finalmente: ¿qué sentimientos alimentaba en relación a Aquel que, en ese día
memorable, extendió el lodo sobre sus párpados y le mandó ir a lavarse a la piscina
de Siloé? ¿Qué pensaba de Él?
Sucedió después que, todavía durante algunos días, Cristo permaneció desconocido
para él. No le había visto cuando puso el lodo en sus ojos; sólo le había oído decir:
“Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Luego, en el momento de su encuentro con
Jesús, acaecido sólo después de cierto tiempo, tuvo lugar esta conversación:
“¿Crees en el Hijo del hombre?…”; “¿Quién es, Se￱or, para que crea en El?…”; “Le
estás viendo; es el que habla contigo”. Respondi￳: “… Creo, Se￱or.
La Cuaresma es un llamado a hacer una buena confesión de nuestros pecados,
pues ellos son la causa de nuestra ceguera espiritual. El pecado nubla y ofusca
nuestra mente, mancha y prostituye nuestra afectividad, y debilita nuestra
voluntad. Y así enfermamos de ceguera espiritual, de apatía anímica y de
depresión, como ese ciego de nacimiento (evangelio), que estaba tirado afuera del
templo pidiendo limosna. Jesús exige acercarnos a Él con fe, gritar con confianza y
obedecerle cuando nos manda bajar a bañarnos en la piscina de Siloé de la
confesión. Este ciego, ya curado de la ceguera , tiene un proceso de visión
impresionante: primero confiesa a Jesús como “ese hombre”; después lo reconoce
como “profeta”; y finalmente, como Dios. Se abri￳ al don de la fe que Jesús le
ofreció.
Jesús presenta su misión salvífica como un dramático conflicto entre la luz y las
tinieblas. El mundo malvado se esfuerza por apagar la Luz de Cristo, porque los
hombres que lo integran prefieren las tinieblas a la luz, ya que sus obras son malas.
La hora de la pasi￳n que viviremos en la Semana Santa es la “hora de las tinieblas”
por antonomasia. Nosotros tenemos que ser hijos de la luz y por ello caminar en la
luz (segunda lectura). Tenemos que acudir a esa piscina de Siloé que es la
confesión, para que Cristo nos cure de la ceguera espiritual, que nos impide ver las
cosas desde Dios y como Dios. Sólo los fariseos de corazón seguirán ciegos, porque
no quieren aceptar a Jesús. Engreídos, no quisieron dejarse iluminar por Jesús.
Creían ver, poseer el recto conocimiento de Dios; pero en realidad, al cerrar los
ojos a la luz, que es Cristo, van a su perdición. En cambio, el ciego, imagen del
hombre sencillo y recto, se abre a la fe, recuperando la vista; así reconoce a Jesús
como salvador, y se salva.
C ada uno de nosotros debemos acercarnos a Cristo Luz que quiere iluminar nuestra
vida, nuestra alma, nuestros proyectos, nuestras empresas. Cristo quiere curarme
de mi hipermetropía, de mi presbicia, de mi miopía, de mi daltonismo. Sólo debo
acercarme a la confesión, confesar mis pecados, aceptar su perdón y salir con una
vida nueva, con ojos curados. “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.
Para reflexionar: ¿nos dejamos penetrar por la luz de Cristo? ¿Nos reconocemos
ciegos de nacimiento, por culpa del pecado? ¿Cada cuándo nos confesamos?
¿Llevamos la luz de Cristo a nuestros hermanos que están todavía ciegos? ¿Qué
frutos de luz estamos dando a nuestro alrededor?
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)