Pautas para la homilía
V Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Yo soy la resurrección y la vida (PDF)
El aguijón de la muerte
Trozos de nuestra vida van desapareciendo, cuando perdemos familiares y amigos.
El vacío se va apoderando paulatinamente de nosotros. La muerte produce un vacío
incolmable, pero no puede quedarse ahí la reacción ante la misma. Ante la última
prueba de la vida que es la muerte, nos sentimos inermes y desarmados, como las
hermanas de Lázaro, que acuden a Jesús. Como buenas judías el ansia irreprimible
de la vida también formaba parte de su sentido religioso. Ante la muerte sentimos
un deseo insaciable de vida. Nos pasamos los días y los años luchando por vivir.
Nos agarramos a la ciencia y, sobre todo, a la medicina para prolongar esta vida
biológica, pero siempre llega una última enfermedad de la que nadie nos puede
curar. Pero tampoco nos serviría vivir esta vida para siempre. Sería horrible un
mundo en el que no se renovara la vida. Lo que anhelamos es una vida diferente,
sin dolor ni vejez, sin hambres ni guerras, una vida plenamente dichosa para todos.
Nuestra fe está depositada en el Dios de vivos.
La voluntad de vivir que alienta en el hombre lo induce a rebelarse contra esa
devastación irreparable. Por eso algunos han querido calmar esta rebeldía
definiendo al hombre como «ser para la muerte». Así pretenden apagar todos los
anhelos de transcendencia que anidan en el corazón de los hombres. La muerte,
cercana o lejana, prevista o imprevista, esperada o imprevisible es siempre un
aguijón para nuestras vidas. No vale cualquier actitud, ni ocultarla ni sucumbir ante
su terror. La primera verdad absolutamente cierta de nuestra existencia, además
de existir, es que la muerte es inevitable. Cerrar los ojos ante esta realidad para
vivir en la ilusión de liberarse de su condición de «aguijón» y de sus interrogantes,
sería una solución demasiado artificial y fácil de la vida.
Yo soy la resurrección y la vida
La sociedad actual tiene posturas contradictorias ante la muerte. Para unos es un
tema socialmente incorrecto, que hay que ocultar. Ocultamiento o disimulo que se
adorna con flores o solemnes y concurridos funerales. Pero la despreocupación no
responde a la seriedad de la muerte. No se pueden buscar consuelos verdaderos en
los engaños. Para otros el poder despótico de la muerte produce abatimiento y
paralización ante el dolor. Por eso se convierte en un espectáculo apropiado para
comerciar y traficar con él. Pero la muerte no es un ídolo ante el que los conjuros
rituales nos liberarían. Queremos distraernos de ella, ocultándola. Los hombres han
dado culto a la muerte, parándose a celebrar actos funerarios o paralizados por el
miedo. En ambos casos se produce un silencio de lo esencial, que no es bueno.
No basta con aspirar a una inmortalidad en línea con nuestros deseos más
naturales y espontáneos, sino que debemos tomarnos en serio lo que somos:
nuestra condición de mortales. El asunto de la muerte siempre ha estado rondando
en todas las situaciones humanas y en todas las religiones. Por eso, los grandes
espíritus religiosos han anunciado la vida y la vida sin límites. Es, ante todo, la vida
lo que nos debe interesar. Los evangelios presentan a Jesús como predicador
infatigable del reino de gracia y de vida de Dios. Jesús no dijo que fuéramos
inmortales, sino que nuestra vida es frágil y pasajera. La muerte lo que nos dice es
que somos pasajeros y peregrinos en este mundo.
Las palabras humanas apenas si tienen sentido en esta situación. Las palabras
humanas alivian las lágrimas, pero al final ni las enjugan ni dan luz a los ojos. Por
eso, nosotros nos servimos de la palabra de Dios para iluminar este dolor y animar
nuestras conciencias. En esta palabra de Dios se encuentra el verdadero sentido de
la vida. Las enseñanzas de la sabiduría popular siguen siendo válidas. Una
inscripción grabada en una piedra de nuestra ciudad advierte: «Los que dan
consejos ciertos a los vivos, son los muertos». Es cierto que ante la muerte se
relativizan tantos desvelos, afanes y proyectos que nos absorben en la vida y que
nos enfrentan a otros, incluso familiares. Ante la muerte todo esto debiera pasar a
segundo lugar y otorgarle un valor muy relativo. La muerte nos abre los ojos a la
dimensión real de las cosas de este mundo. Sólo hay que dar importancia a lo
esencial.
Los antiguos cristianos, al final, después de buscar todas las posibles evidencias
confesaban que la resurrección corresponde sólo a la omnipotencia divina y que
está ampliamente profetizada en las Escrituras (Sal. 28, 7; 3, 6; 23, 4; Job 19, 26).
Mientras los cristianos atribuyan al testimonio bíblico del mesianismo mayor peso
que a las apariencias del humanismo optimista, tienen en cuanto tales las mismas
posibilidades que el cristianismo original. Ciertamente la vida es el valor más
importante que tenemos, pero nos sentimos desarmados, como las hermanas de
Lázaro, ante la última prueba que es la muerte y de su poder terrorífico. Nos guía El
modo de morir Cristo: «Padre en tus manos encomiendo mis espíritu» y sus
palabras a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida». A la luz de la resurrección de
Cristo podemos serenarnos ante la muerte. Sólo la Palabra de Dios nos asegura la
vida eterna. No damos culto a la muerte, sino que la seriedad con la que la
tomamos nos conduce a confesar la fe en la resurrección.
Las verdaderas enseñanzas de los milagros
Nos cuesta admitir que el dolor, la angustia, la enfermedad o la muerte sean
realidades de la vida y pensamos en intervenciones espectaculares de Dios. Algunos
piensan que los milagros serían la solución de nuestros problemas y dificultades.
Incluso la lectura superficial de la curación de ciegos, paralíticos y leprosos o lo que
es más sorprendente la resurrección de varios muertos, podía llevar a
encomendarnos a esta solución. Pero las mismas resurrecciones milagrosas fueron
volver a esta vida por un espacio nuevo de tiempo, no eran la vida eterna, porque
terminaron por acabarse. Antes o después los curados de una u otra manera
deberán enfrentarse al final de su vida, de la que no libran ni los milagros. Jesús,
ante la tentación de saltarse las leyes de la naturaleza con gestos espectaculares,
dice al tentador «no tentarás al Señor tu Dios». Arrojarse desde el campanario del
templo llamando a los ángeles como paracaídas es proponer una solución mágica
que no casa con la cruz de Cristo.
Pero los milagros de Jesús no tenían como objetivo alargar esta vida, sino
prepararnos para creer que hay una vida después de la muerte. Y para hacer
entender que la muerte sin esperanza es una muerte que nace del alejamiento de
Dios. Nosotros vivimos preocupados por la vida física o biológica, pero a Jesús le
preocupa todavía más la angustia y la desesperación ante la ausencia de sentido de
la vida, como si todo fuera absurdo. La Biblia no trata de la muerte biológica, la que
los médicos certifican, sino de la experiencia personal y concreta que el hombre
tiene de la muerte como corte y ruptura desoladora y absurda, la muerte dolorosa y
terrible, de la que todos nos defendemos. Ésta es la muerte que no ha querido
Dios, porque produce alejamiento y huida de Él, que es la fuente y la plenitud de
vida.
Con este milagro Jesús va más allá de alargar simplemente la vida, porque al final
también Lázaro murió de nuevo. Jesús interviene mostrando así su interés real por
la vida biológica de su amigo, pero sobre todo para proclamar que hay una vida
después de la muerte. Jesús invita a creer en la vida eterna. Se trata de creer que
la vida verdadera es creer y confiar en Él. Esta fe desmiente a todos los que
piensan que la muerte es la solución final. La resurrección de Lázaro es, pues, un
anticipo de la victoria final. Jesús hace este milagro para que los hombres crean
que hay una vida después de la muerte.
Jesús está preocupado por las realidades materiales, pero añadiendo en ellas algo
más profundo o algunos signos. Del evangelio no se excluye el horizonte de la
muerte, que por supuesto puede llegar en cualquier momento, sino que subraya
que debemos estar preparados para vivir. Por eso necesitamos algo que dé sentido
a la vida, para que la muerte física no se convierta en un obstáculo infranqueable
para creer en la vida eterna. La vuelta de Lázaro a esta vida es signo de que hay
una vida eterna que supera la dura realidad del sepulcro. Nuestra fe está
depositada en el Dios de vivos. La imagen de Dios revelada en la vida de Jesús no
puede ser una fuerza mágica que nos libra de la muerte física. Sería fácil hablar de
un Dios que sólo nos reserva triunfos, pero sería engañoso, porque nuestras
derrotas no tendrían solución final.
El signo de hoy «yo soy la resurrección y la vida» resulta incluso evidente para sus
enemigos. La resurrección de Lázaro provoca la oposición de los que no aceptan la
fe en Jesús y adelanta su persecución hasta la condena final. Lo que hay de
provocador en este milagro no es un anuncio de una vida por un espacio temporal,
sino presentar a Dios como vida.
Fray Gregorio Celada Luengo
Convento de San Esteban (Salamanca)
Con permiso de: dominicos.org