Ciclo A: IV Domingo de Cuaresma
Rosalino Dizon Reyes.
No hay peor ciego que el que no quiere ver
La Real Academia de la Lengua Espa￱ola define a un ciego como “aquel que está
privado de la vista”. Todos entendemos que la palabra “vista” se refiere uno de los
cinco sentidos, pero la misma Real Academia también define la vista como la
capacidad de “percibir algo con la inteligencia”. De ambas definiciones podemos
deducir que la ceguera puede ser de dos tipos: aquella que impide la captación de
imágenes, colores, formas, es decir, la ceguera física; pero también existe un tipo
de ceguera que impide el entendimiento, la razón, el sentido, la felicidad, o sea,
una ceguera espiritual. En otras palabras, y aunque suene mal, estamos hablando
de una ceguera de los ojos y de una ceguera de la cabeza y del corazón. Ahora
bien, ¿cuál de los dos tipos de ceguera es el más grave? ¿Cuál de los dos no tiene
remedio? Echemos un vistazo al evangelio de este domingo, que habla
precisamente de la ceguera, para ver si encontramos una respuesta.
El evangelio de san Juan, que leemos este domingo, nos presenta a dos tipos de
ciegos: uno padecía de la ceguera física y los otros de una ceguera espiritual. Del
primero se nos dice que era ciego de nacimiento (Cf. Jn 9,1), es decir, se trataba
de una persona que nunca había visto los colores, ni las formas, ni a la las
personas. Jesús se le acerca, reconoce su limitación física y lo cura. El propio texto
nos dice que el que era ciego reacciona al instante creyendo en Jesús,
reconociéndolo como su Señor (Cf. Jn 9,35-38) y dando testimonio de él. Quizá nos
sorprenda el hecho de que esta persona, que nunca había visto siquiera la silueta
de un ser humano, reconozca tan rápido a Jesús. Lo que sucede es que este
hombre, aunque tenía una limitación física, su corazón y su razón funcionaban muy
bien. Este ciego no podía ver por los ojos, pero contemplaba y sentía el mundo con
su inteligencia. Ante un milagro tan evidente que, ciertamente, no pudo ver pero sí
entender, se dio cuenta de que signos tan grandes solo podían venir de Dios. Así se
lo expresa a los fariseos: “Sabemos que Dios no escucha a los pecadores; mas, si
uno es religioso y cumple su voluntad, a ése le escucha. Jamás se ha oído decir que
alguien haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no viniera de Dios,
no podría hacer nada.” (Jn 9,31-33). La ceguera física de este hombre no fue
impedimento para que pudiese ver la acción de Dios en su vida. Y es que no hacen
falta los ojos para ver a Dios, hace falta inteligencia, confianza y corazón. Por eso,
la ceguera física podrá ser una dificultad para vivir esta vida (dificultad que, gracias
a Dios, cada vez viene siendo más superada), pero no es impedimento para vivir en
la otra vida. Con los ojos del corazón basta para llegar al cielo, y este hombre los
tenía bien abiertos.
Ahora veamos el caso de los otros personajes que aparecen en la lectura: los
fariseos. También a ellos me atrevo a calificar como ciegos. Ellos, al igual que el
ciego de nacimiento, tampoco vieron el milagro que realizó Jesús, más bien se
enteraron porque las demás personas se lo comunicaron (Cf. Jn 9,13), pero
reaccionaron de manera distinta. Mientras que el que había sido ciego creyó en
Jesús de manera casi automática, los fariseos empezaron a inventan una serie de
pretextos caprichosos y testarudos para evitar aceptar que el milagro solo podía
venir de un enviado de Dios. Por ejemplo, cuando el ex ciego les cuenta por
primera vez el milagro, que sucedi￳ un sábado, ellos reaccionan diciendo: “Este
hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado” (Jn 9,16). Luego, se les
ocurrió argumentar que el hombre que ahora veía no era el mismo que había
estado ciego: “No creyeron los judíos que aquel hombre hubiera sido ciego, hasta
que llamaron a los padres del que había recobrado la vista y les preguntaron: “¿Es
éste su hijo, el que dicen que naci￳ ciego? ¿C￳mo, pues, ve ahora?” (Jn 9,18-19).
Por último, cuando los fariseos se quedaron sin argumentos, se les ocurrió
desacreditar el testimonio del que había sido curado: “Ellos le respondieron: “Has
nacido todo entero en pecado ¿y nos da lecciones a nosotros?” Y le echaron fuera”
(Jn 9,34). Como vemos, los fariseos nunca llegaron a creer en Jesús por necios, por
tercos, por caprichosos. Tuvieron las mismas evidencias que el ciego de nacimiento,
pero se negaron a creer. Y es que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Aunque no tenían ningún defecto en los ojos, los fariseos tenían estropeado en
corazón, su inteligencia la usaban mal, sus prioridades andaban por otro lado. La
ceguera espiritual, la que sufrían los fariseos, probablemente no les dejó ver a Dios
en esta vida ni les dejará verlo en la otra.
Ahora sí estamos en condiciones de responder la pregunta del principio: ¿Cuál de
los dos tipos de ceguera, la física o la espiritual, es la más grave? Según la historia
que nos cuenta san Juan este domingo, ser ciego de la cabeza y del corazón resulta
mucho más riesgoso. Es cierto que la ceguera física es un mal terrible e incómodo,
pero sería más terrible y trágico quedarse sin ver a Dios al final de los tiempos.
Además, hoy la ciencia ha avanzado tanto que poco a poco son menos los que
sufren de este tipo de mal. En cambio, el otro tipo de ceguera, la espiritual, aún
sigue aumentando y parece no tener freno. Los que tienen el corazón cerrado, los
que se empecinan en no creer en Dios y en darle la contra a toda iniciativa que
venga de la Iglesia, cada vez son más. Casi a diario se escucha y se ve a gente que
tercamente se niega a darle espacio a Dios en su vida, incluso cuando tienen al
frente la evidencia de que el ser humano no puede ser feliz al margen de Dios. Él
también quiere entrar en ellos, también quiere darle plenitud a sus vidas, también
quiere hacerles ver la verdad, pero son ellos los que se niegan a verlo pensando
que el ateísmo está de moda o que se puede se puede ser feliz solo con dinero,
títulos, bienes. Por más que se tenga al frente una luz potente, quien mantenga sus
ojos cerrados no la verá; por más que Dios quiera acercarse y dar felicidad, en un
corazón cerrado no puede entrar. Es cierto, no hay peor ciego que el que no quiere
ver. Lo triste es que los insisten en ser ciegos probablemente ser queden sin ver a
Dios definitivamente.
Cuaresma es un tiempo en el que se nos insiste mucho en dejar de lado todo
aquello que no nos deja ver a Dios. Es un tiempo para quitarse la venda de los ojos,
los ojos del corazón. No nos sintamos dichosos solamente porque nuestros ojos
andan bien, más bien hagamos lo posible para que los ciegos del corazón dejen de
lado su terquedad y, por fin, puedan ver.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)