Ciclo A: IV Domingo de Cuaresma
Javier Balda, C.M.
Jesús, luz para nuestros ojos ciegos
No hay peor error que creer que tenemos buena vista cuando en realidad sufrimos
miopía.
No hay mayor pecado contra la verdad que creernos infalibles y no aceptar la más
mínima duda de que podemos estar equivocados.
No hay peor “milagro” que aquel que al contemplarlo y recibirlo no nos lleva a
aceptar en nuestra vida a aquel que nos lo ha regalado.
No hay peor ciego que aquel que no quiere ver, que aquel que se coloca una venda
sobre sus ojos para no ver, que aquel que se convence que no necesita ver.
En el evangelio descubrimos que unos sienten la necesidad de ver y otros no, que
unos quieren ver y otros no, que unos se cierran en su “luz” sin ver y otros se
abren a la “luz” para ver, que unos ven y aceptan el milagro como obra de Dios y
otros no, que unos creen y cambian de pensar y actuar y otro no.
Jesús es el mismo. El signo milagroso es el mismo. Sólo las respuestas son
diferentes. Fue milagro para el ciego, “si este no viniera de Dios, no tendría ningún
poder”, fue por obra del diablo para los fariseos y los doctores de la ley. El ciego
aceptará a Cristo y los otros los seguirán rechazando.
Es, precisamente, esta aceptación progresiva la que llevará al ciego a reconocer a
Jesús como el Enviado del Padre como el Mesías prometido, como el Dios
encarnado y presente. No cree en Jesús quien no ha visto por el solo hecho de
recobrar la vista. Cree y lo acepta cuando el mismo Cristo se le revela abiertamente
como el Hijo del hombre, como el Dios que le ha abierto los ojos de su rostro y
ahora le abre los ojos del corazón. Cree, lo acepta y da testimonio de Jesús cuando
le descubre más allá del milagro, cuando se abre a su gracia y a su amor. Jesús le
ha regalado un milagro, la vista, y él realiza otro milagro, la proclamación pública
de su fe y su agradecimiento.
Sólo será verdadero el milagro del Señor en nosotros si somos capaces de hacer,
después, los milagros que el Señor espera de nosotros.
Cuántas veces buscamos y pedimos milagros al Señor. Que pocas veces buscamos,
agradecemos y aceptamos al Señor de los milagros. Sólo el que es capaz de vivir el
milagro tiene derecho a pedirlo y a recibirlo.
Cristo: Luz para nuestras cegueras
Todos, casi sin darnos cuenta, proclamamos que Jesús es la Luz que debe iluminar
nuestras vidas, pero ¿cuántas veces caminamos por la vida como ciegos que nos
perdemos en nuestro caminar y no descubrimos la verdadera meta de nuestras
vidas?
Somos ciegos que sólo vemos con los ojos de nuestro rostro y no con los ojos del
corazón. Somos ciegos que sólo vemos lo que queremos ver. Somos ciegos porque
no queremos ver más allá de nuestros intereses personales. Somos ciegos porque
no queremos ver nuestros defectos y sí tenemos ojos de lince para ver los defectos
de los demás. Somos ciegos porque no sabemos o no queremos contemplar las
cosas bellas de la vida y nos consumimos en el pesimismo y el desencanto. Somos
ciegos porque, en el fondo de nuestro ser, no nos dejamos deslumbrar por Cristo,
porque cerramos las persianas de nuestros corazones y no permitimos que la Luz
de Cristo ilumine todo nuestro ser. Somos ciegos porque “nuestros ojos están
cansados de ver sin ver, porque vamos caminando por la oscuridad del mundo
como ciegos que creen ver y no ven”.
Jesús, luz para nuestra fe
Luz para nuestra inteligencia, pero sobre todo para nuestro corazón. Luz para
nuestras conciencias y nuestras vidas de amor. Luz para nuestros pensamientos y
acciones. Luz para nuestras verdades y nuestras mentiras. Luz para nuestros
egoísmos y vanidades ya para nuestras entregas generosas a nuestros hermanos.
Luz para nuestras cobardías y para nuestros compromisos liberadores. Luz para la
vida y para la muerte. Luz para el hoy y el mañana en un mundo de ciegos que no
tienen los ojos y no ven o no quieren ver. Luz en los momentos felices y en los
momentos tristes. Luz para cuando la vida nos sonría y para cuando nos golpee.
Jesús, luz para nuestro amor.
La verdadera fe no radica en la mente sino en el corazón. La verdadera fe no radica
en normas, leyes, costumbres ni tradiciones. Creer es amar. Creemos cuando
amamos y amamos porque creemos. Creemos en Dios porque Dios es amor.
Creemos a Dios cuando amamos a Dios. No todos los que dicen “¡Se￱or, Se￱or!
Creen de verdad en Dios sino aquellos que aceptan el amor de Dios en sus
corazones y viven el mismo amor. Creemos cuando Dios se convierte en el OTRO
más importante de nuestras vidas de amor.
Creemos cuando seguimos el camino de Jesús nos ha trazado. Creemos cuando
aceptamos la verdad que Jesús nos ha revelado. Creemos cuando vivimos la vida
que Jesús vivió y nos entregó. Creemos cuando consciente y libremente aceptamos
la voluntad de Dios como lo hicieron Jesús y María.
Creemos cuando amamos como Cristo amó a Dios y a los hombres. Amor que se
desbordó en misericordia, en gracia, en bondad, en justicia, en solidaridad con los
más pobres y necesitados. Amor siempre fiel a la misión que el Padre le había
encomendado y don y entrega total por nuestra salvación, haciendo realidad, en
carne propia, lo que había predicado: “no hay amor más grande, sublime y
maravilloso que dar la vida por los amigos”.
Creemos cuando aceptamos que lo que hacemos o dejamos de hacer a nuestros
hermanos se lo estamos haciendo o dejando hacer al mismo Cristo: “Tuve hambre,
tuve sed, estaba enfermo….y me asistieron”.
Creemos cuando tenemos limpio el corazón.
¿Creemos, de verdad, en Jesucristo?
Que no sean sólo nuestras palabras las que proclamen nuestra fe. Hasta los
demonios proclamaban su fe ante la presencia y el actuar de Jesús. No digamos
que creemos en Dios si no hacemos las obras de Dios. No digamos que creemos en
Jesucristo cuando lo recibimos en la Eucaristía si no somos capaces de proclamar,
como San Pablo: “Ya no somos nosotros sino Cristo que actúa en nosotros”. La fe
no es una cuestión de ritos, de leyes, de tradiciones, de oraciones aprendidas y
recitadas, de imágenes y procesiones. La fe, como el amor, es vida y la vida es la
que proclamará nuestra fe.
Quiero terminar con una frase de San Pablo que nos manifiesta como era su fe:
“Vivir con Cristo y como Cristo, para morir un día con Cristo y como Cristo y
resucitar a la Vida Eterna con Cristo y como Cristo”.
Conclusión
¿Es ésta nuestra fe? Tal vez tengamos que acercarnos a Jesús, como un día lo
hicieron los ap￳stoles, y decirle: “Se￱or aumenta nuestra fe”, para que creamos de
verdad y nos convirtamos en luces para nuestros hermanos.
La FE ES CREER, CELEBRAR Y VIVIR lo que creemos.
Fuente: Somos.vicencianos.org (con permiso)