CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XV DOMINGO
“Recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra” es el plan que Dios
había proyectado realizar por Cristo cuando llegase el momento culminante
(segunda lectura). De este momento habla también San Pablo en la Carta a los
Gálatas (4,4-7): “Cuando lleg￳ la plenitud de los tiempos, envi￳ Dios a su Hijo,
nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley,
para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a
vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba! (Padre)”. San Bernardo
abad, el último de los Padres de la Iglesia, comenta estas palabras: “Cuando lleg￳
la plenitud de los tiempos, se nos dio también la plenitud de la divinidad”.
En este designio eterno de Dios, Cristo no sólo es considerado como cabeza de la
Iglesia, sino también como eje y piedra angular de "todas las cosas del cielo y de
de la tierra". Cristo es central en la obra de la creación y de la salvación: en Él se
recapitula toda la realidad, todo el universo. “Jesucristo, es el centro del cosmos y
de la historia” (Juan Pablo II). Es el proyecto de amor de Dios para toda la
humanidad. “Cristo es la simiente de todas las cosas” (San Ambrosio). Desde toda
la eternidad todos los hombres han sido pensados y queridos en Cristo. Sólo en Él
se encuentra el ideal del hombre plenamente realizado. Cristo es “el hombre
perfecto” (Vaticano II, GS 22). Es el ideal del hombre plenamente realizado y
revelado en Él. La comunión por la gracia en el ser filial de Cristo, en su naturaleza
divina, “no es algo que se sobrepone a nuestra humanidad, sino que es la
realización de las aspiraciones más profundas, de aquel deseo de infinito y de
plenitud que alberga en lo íntimo el ser humano, y lo abre a una felicidad no
momentánea y limitada, sino eterna” (Benedicto XVI).
Este designio divino no ha quedado oculto en el arcano eterno del Cielo, sino que
Dios se lo ha dado a conocer al hombre, revelándonos no sólo cosas y verdades,
sino a Sí mismo. Dios se ha auto-comunicado a nosotros, haciéndose hombre
verdadero, igual en todo a nosotros menos en el pecado. “Quiso Dios, con su
bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo —no sólo algo de sí, sino a sí mismo— y
manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el
Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la
naturaleza divina” (Concilio Vaticano II, DV 2).
Mucho tiempo antes de que llegara este “momento culminante”, Dios ya había
anunciado su plan de salvaci￳n por medio de los profetas. Como Am￳s, “pastor y
cultivador de higos”, al que el Se￱or sac￳ de junto al reba￱o y le dijo: “Ve y
profetiza a mi pueblo de Israel" (primera lectura). Y el Señor Jesús mandó a sus
apóstoles que lo anunciaran todos los días, hasta el fin del mundo. Envía a los
Doce, “de dos en dos” (Evangelio), adelantando así la misi￳n ultima, antes de subir
al cielo: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creaci￳n. El que
crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado” (Mc 16, 15).
El Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre pueda llegar a ser hijo de Dios.
Elegidos “antes de crear el mundo”, Dios nos “ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya, a ser sus hijos” (segunda lectura). Afirma San Ireneo:
“Este es el motivo por el cual el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del
hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo de
este modo la filiaci￳n divina, llegara a ser hijo de Dios”.
En Cristo, el Hijo eterno de Dios, somos hijos de Dios, que nos hace hijos suyos no
con una adopción legal y externa (jurídicamente), sino con su fuerza creadora
(divinamente). Por la fe y el bautismo -que es el sacramento de la fe- somos
injertados en Cristo, recibimos la savia, la gracia, la vida de Dios, el ser filial de
Cristo. La f￳rmula “en Cristo”, que tantas veces aparece en la segunda lectura,
pone de manifiesto que el cristiano, por su ser en Cristo y su participación en la
filiación del único Hijo, entra en comunión con la Santa Trinidad. La vida en Cristo
transforma y transfigura todo nuestro ser. De tal forma que “vivo, pero no soy yo el
que vive, es Cristo quien vive en mi” (Ga 2,20). Dice San Le￳n Mago en uno de sus
sermones: “Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la
naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda
a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro”.
En la antífona de comunión de hoy se recita un texto de San Juan (6, 57): “El que
come mi carne y bebe mi sangre habita en mi y yo en él”. Esta vida en Cristo se
revitaliza en la Santa Comunión. En ella es Cristo, nuestro contemporáneo, quien
nos asimila a sí: por una transformaci￳n misteriosa, pero real, llegamos a ser “una
cosa sola con Él” (Benedicto XVI). Esta dinámica divina de la comunión eucarística
es explicada por San Agustín, al que Jesús le dijo: “Manjar soy de grandes: crece y
me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne, sino que tú te
mudarás en mí”. En la Eucaristía el Se￱or, se hace nuestro alimento: dándose a sí
mismo nos transforma en Él mismo.
MARIANO ESTEBAN CARO