V Domingo de Cuaresma, Ciclo A
PRIMERA
Ezequiel 37,12-14
Por eso, profetiza. Les dirás: "Así dice el Señor Yahveh: He aquí que yo abro
vuestras tumbas; les haré salir a ustedes de sus tumbas, pueblo mío, y les llevaré
de nuevo al suelo de Israel. Sabrán ustedes que yo soy Yahveh cuando abra sus
tumbas y les haga salir de sus tumbas, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en ustedes
y vivirán; les estableceré en su suelo, y sabrán que yo, Yahveh, lo digo y lo hago,
oráculo de Yahveh».
SEGUNDA
Romanos 8,8-11
Así, los que están en la carne, no pueden agradar a Dios. Mas ustedes no están en
la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no
tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece; mas si Cristo está en ustedes, aunque el
cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia.
Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a
sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes.
EVANGELIO
Juan 11,1-45
Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana
Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus
cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a
Jesús: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo.» Al oírlo Jesús, dijo: «Esta
enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea
glorificado por ella.» Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se
enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se
encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: «Volvamos de nuevo a Judea.»
Le dicen los discípulos: «Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y
vuelves allí?» Jesús respondió: «¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día,
no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza,
porque no está la luz en él.» Dijo esto y añadió: «Nuestro amigo Lázaro duerme;
pero voy a despertarle.» Le dijeron sus discípulos: «Señor, si duerme, se curará.»
Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso
del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro
por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él.»
Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: «Vayamos también
nosotros a morir con él.» Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba
ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos
quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para
consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al
encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: «Señor, si
hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que
cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.» Le dice Jesús: «Tu hermano
resucitará.» Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último
día.» Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera,
vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?» Le dice ella:
«Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al
mundo.» Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: «El Maestro
está ahí y te llama.» Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rapidamente, y se fue donde
él. Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde
Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola,
al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al
sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus
pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto.»
Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se
conmovió interiormente, se turbó y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?» Le responden:
«Señor, ven y lo verás.» Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían: «Mirad
cómo le quería.» Pero algunos de ello dijeron: «Este, que abrió los ojos del ciego,
¿no podía haber hecho que éste no muriera?» Entonces Jesús se conmovió de
nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una
piedra. Dice Jesús: «Quitad la piedra.» Le responde Marta, la hermana del muerto:
«Señor, ya huele; es el cuarto día.» Le dice Jesús: «¿No te he dicho que, si crees,
verás la gloria de Dios?» Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos
a lo alto y dijo: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú
siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean
que tú me has enviado.» Dicho esto, gritó con fuerte voz: «¡Lázaro, sal fuera!» Y
salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un
sudario. Jesús les dice: «Desatadlo y dejadle andar.» Muchos de los judíos que
habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él.
HOMILÍA:
Para entender la primera lectura, del profeta Ezequiel, tenemos que remontarnos a
la situación en que se encontraban los israelitas en Babilonia. Allí estaban exiliados,
no por voluntad propia, sino porque el rey Nabucodonosor había invadido Judea y
enviado a su propia tierra a los judíos.
Todo exilio es difícil, pues no es algo que uno haya decidido, sino que se ha visto
obligado a abandonar la patria por razones contrarias a su voluntad.
Para los judíos aquel exilio era como un castigo de Dios. Se sentían abandonados, y
así lo expresan en algunos de los salmos de este período. Pensaron que ellos, que
eran los elegidos de Yahveh, su Dios, habían perdido toda razón de ser como
pueblo.
De ahí que los profetas trataban de alentarlos para que no perdieran las
esperanzas, pues aunque en esos momentos padecían y todo apuntaba a que ya no
habría remedio para ellos, el Señor no los había abandonado.
Ezequiel, uno de los profetas del exilio, tiene una visión en la cual ve una multitud
de huesos de todos los tamaños, y a Dios que le pregunta si esas osamentas
podrán cobrar nueva vida.
Esos huesos eran la representación del pueblo de Israel, que por sus pecados e
idolatrías se había visto invadido y dominado por los babilonios, y llevado al exilio.
Pero ese exilio sería su purificación.
De todos modos, el Señor les anuncia que de ninguna manera se ha olvidado de
ellos. Si ahora parece que como pueblo son como unos huesos calcinados que
nunca recobrarán la vida, El les promete que regresarán a su tierra, volverán a ser
su pueblo, y vivirán de nuevo en la tierra de Israel.
Esta profecía se cumpliría a los setenta años de haber sido llevados a Babilonia.
Dios siempre cumple lo que promete.
Ezequiel no se está refiriendo directamente a la resurrección de los muertos, pero
bien podemos nosotros aplicar sus palabras a nuestra situación presente.
También nosotros somos exiliados. Nuestras estancia en la tierra es algo totalmente
transitorio. Nuestra Patria está en el cielo, la morada de Dios.
Si hemos sido puestos aquí en este exilio es precisamente para que nos
purifiquemos y aprendamos a conocer y amar a nuestro Creador y Señor.
Pero también nosotros, como huesos abandonados, recibiremos una nueva vida.
Dios no creó la muerte como castigo, sino como un paso obligado a esa nueva
dimensión en la que seremos, ya para siempre, hijos de Dios.
No olvidemos que en el Bautismo fuimos lavados de nuestros pecados, y aunque
conservamos nuestra condición pecadora, recibimos la adopción de hijos de Dios.
El Espíritu Santo nos purificó, y nos sigue santificando a través de los medios
puestos a nuestro alcance: los sacramentos.
Lo que hizo de nosotros seres humanos, diferentes a los animales, fue el espíritu
que recibimos de Dios. Esa es la razón por la que pensamos y actuamos por cuenta
propia. Fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, lo que significa que
tenemos una voluntad y una libertad que nos hace responsables ante El.
Pero pese a nuestros pecados, siempre tendremos la oportunidad de revivir cuando,
arrepentidos, recibimos el perdón.
Si el milagro de la resurrección de Lázaro, que nos trae hoy el evangelio, fue algo
portentoso, que causó gran admiración entre los judíos, la vida eterna que nos dará
el Señor para devolvernos, no a esta tierra de exilio, sino a la Patria que nunca
antes conocimos, es la Buena Noticia que nos trajo Jesús.
La resurrección de Lázaro fue sólo algo temporal. El regreso a la vida presente.
Siguió siendo un mortal. Más tarde volvería a morir.
Después de la muerte seremos juzgados, y si nos encuentran dignos de ello, no
importa que tengamos que esperar por una mayor purificación, seremos recibidos
en la Patria Celestial.
Resucitar no es volver a vivir la misma vida de antes. Es transformarnos
totalmente, de modo que recibiremos una nueva condición que en nada se parecerá
a lo vivido en el exilio terreno.
No tendremos que esperar al final de los tiempos, como creyeron los judíos y
todavía creen hoy muchos que no interpretan correctamente las palabras de la
Escritura.
Jesús nos afirma claramente: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque
muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”.
El afirmó también en otra ocasión: “Y que los muertos resucitan lo ha indicado
también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el
Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque
para él todos viven” (Lucas 20,37-38).
Nuestra fe nos asegura que la palabra de Dios no se equivoca, ni nos engaña. Jesús
nos enseñó todo lo que necesitamos para llegar a la salvación. Pero más importante
aún, El se entregó a la muerte para darnos esa salvación que hubiera sido para
nosotros imposible lograr. Esa es la voluntad del Padre: que todos lleguemos a
salvarnos.
Padre Arnaldo Bazan