Ciclo A: IV Domingo de Cuaresma
Rosalino Dizon Reyes.
El que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará vuestros cuerpos
mortales (Rom 8, 11)
Jesús les garantiza vida a los creyentes. Su amor hasta el extremo vivifica.
Amando como él, vivimos por su Espíritu.
Jesús ama a María, Marta y Lázaro. Por eso se apena por la muerte de Lázaro y el
llanto de sus hermanas. Llora solo de pensar en el sepulcro, y más se conmueve al
acercarse allí. Se expresa de manera humana el amor del asemejado en todo,
menos en el pecado, a nosotros, quienes nos acreditamos humanos, según san
Vicente de Paúl, por nuestra capacidad de llorar con los que lloran (XI 560-561).
Pero aun así, es diferente el amor de Jesús. Ama hasta la muerte. Por eso decide
volver a Judea a pesar del peligro que allí acecha.
Le recuerdan los discípulos el peligro, preocupados, claro, por la seguridad del
Maestro. Pero tal vez su preocupación viene acompañada de falta de comprensión.
Repetidamente desvelan que no le entienden. Además, todavía no han oído la
enseñanza: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos».
Solo saben que apenas habrá quien muera por otro. Aún no penetran el amor que
rompe esquemas, el amor del que se preocupa primero por salvar a Lázaro y no por
salvarse a sí mismo.
La actuación de Jesús da a entender que la vida no es posible sin la muerte, que la
gloria supone la ignominia. Un poco más adelante enseñará Jesús: «Ha llegado la
hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro, que si el grano de trigo
no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto».
La enseñanza, al igual que la invitación a volver a Judea, busca fundamentalmente
suscitar en nosotros la fe que nos impela a decir: «Vamos también nosotros y
muramos con él». E ir y morir con Jesús, amigo en particular de los pecadores y
los excluídos, quiere decir, entre otras cosas: no replegarnos en nuestras
seguridades ni optar por la autodefensa rígida; inquietarnos por tantos hermanos
convertidos en muertos en vida, sin esperanzas ni sueños; ser evangelizadores más
que juzgadores, facilitar, no impedir, el acceso a la gracia (cf EG 45, 49, 94). En
lenguaje vicentino, en lugar de encerrarnos en nuestra concha segura, saldremos
para ayudar a los pobres de todas las maneras (XI 393, 397), aunque huelan mal y
aun a muerte.
Cuanto antes amemos como Jesús, antes viviremos y veremos a muertos resucitar,
una prueba más de la presencia y de la muerte del Mesías. Quizás nosotros la
Iglesia no vemos hoy día a muertos resucitar porque no estamos configurados con
la muerte de Cristo. Ahora que tenemos plata y oro, no podemos mandar en su
nombre: «Levántate». Y si difícilmente percibimos en la Eucaristía el sabor de la
gloria futura, ¿no será porque no nos acordamos realmente de la pasión de Cristo?