V domingo de cuaresma/A
La resurrección de Lázaro
Ya sólo faltan dos semanas para la Pascua y todas las lecturas bíblicas de este
domingo hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de Jesús, que
irrumpirá como una novedad absoluta, sino de nuestra resurrección, a la que
aspiramos y que precisamente Cristo nos ha donado, al resucitar de entre los
muertos. En efecto, la muerte representa para nosotros como un muro que nos
impide ver más allá; y sin embargo nuestro corazón se proyecta más allá de este
muro y, aunque no podemos conocer lo que oculta, sin embargo, lo pensamos, lo
imaginamos, expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El Cristo Pascual ha venido para sacarnos y resucitarnos de nuestro sepulcro del
pecado (primera lectura y evangelio), y darnos una vida nueva de resucitados, para
no vivir ya según la carne sino según el Espíritu (segunda lectura). En el Evangelio
de San Juan (Jn. 11, 1-45) observamos el impresionante relato de la llamada
“resurrección” de Lázaro, el amigo de Jesús, quien -según palabras de su hermana
Marta- ya olía mal, pues llevaba cuatro días de muerto.
En el Evangelio de hoy —la resurrección de Lázaro—, escuchamos la voz de la fe de
labios de Marta, la hermana de Lázaro. A Jesús, que le dice: «Tu hermano
resucitará», ella responde: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día»
( Jn 11, 23-24). Y Jesús replica: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí,
aunque haya muerto, vivirá» ( Jn 11, 25). Esta es la verdadera novedad, que
irrumpe y supera toda barrera. Cristo derrumba el muro de la muerte; en él habita
toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no tuvo poder
sobre él; y la resurrección de Lázaro es signo de su dominio total sobre la muerte
física, que ante Dios es como un sueño (cf. Jn 11, 11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la
cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que amenaza con arruinar la
existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no
es el regreso a la vida precedente, sino la apertura de una nueva realidad, una
«nueva tierra», finalmente unida de nuevo con el cielo de Dios. Por este motivo,
san Pablo escribe: «Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos
habita en ustedes, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará
vida a sus cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en Ustedes» ( Rm 8,
11).
L a resurrección de Lázaro del sepulcro signa el punto culminante de la actividad de
Jesús. Es el más grande de sus milagros. Mediante este extraordinario milagro, el
Señor trata de vencer la incredulidad de los judíos. En la batalla entre la fe y la
incredulidad, Jesús ofrece el don de un testimonio mayor. Pero el corazón de los
judíos se cierra, y ello los lleva a tomar la decisión oficial de matar al Cordero
inocente, y también a Lázaro, que era testimonio vivo del poder divino de Cristo. El
camino de la cruz está ya trazado, pero en el plan de Dios la cruz será el umbral de
la exaltación y glorificación del Padre en su Hijo. El complot de los hombres, en el
plan de la Providencia, sirve a los designios de Dios.
S i Lázaro es amigo íntimo de Jesús y el Señor de la vida, ¿por qué éste permite que
muera y lo pongan en el sepulcro ? Jesús permite un mal para que se manifieste la
gloria de Dios. Jesús no utiliza su poder divino para evitar la muerte ignominiosa de
la cruz. Por eso, irá al encuentro de su propia muerte por decisión personal. Irá en
busca de su “Hora”, esa hora que tanto lo angustiaba pero que al mismo tiempo
anhelaba con ardor, porque sería la hora de la glorificación de su Padre y de
nuestra salvación mediante el Misterio de su muerte y resurrección. Tal es la razón
por la que no impidió la muerte de su amigo Lázaro, para que resplandeciera la
gloria de su Padre, así como no evitaría su propia muerte, para que el Padre fuera
plenamente glorificado en el Hijo. Sólo así nos sacaría del sepulcro y nos daría una
vida nueva. La muerte y resurrección de Lázaro constituyen un preludio de su
propia muerte y resurrección. Viendo esta resurrección, los apóstoles consolidarán
su fe y se prepararán para la gran prueba de la Pasión.
Jesús también quiere hoy gritar a cada uno de nosotros, como entonces a Lázaro:
“Lázaro, sal fuera”. Sal fuera del pecado. Sal fuera de la incredulidad. Sal fuera de
la pereza. Sal fuera del desaliento. Sal fuera del egoísmo. Cristo no quiere que nos
pudramos en el sepulcro del pecado, pues “la gloria de Dios es el hombre que vive”,
decía san Ireneo. Salgamos y veremos la luz, la vida y la resurrección de Cristo. En
el sepulcro sólo hay gusanos, oscuridad, descomposición y muerte. Y Cristo es el
Señor de la vida, y quiere hacernos partícipes de su vida divina e inmortal.
Hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que ya participa de esta
Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios» ( Jn 11, 27), a descubrir que él es verdaderamente nuestra
salvación.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)