Ciclo A: V Domingo de Cuaresma
Tito Romero, C.M.
¡Ojalá que te mueras!
Tal como se ven las cosas hoy, pareciera que la muerte es la tragedia más grande
que le toca vivir al ser humano. Quien ha experimentado la muerte de cerca
(porque estuvo a punto de morir o porque alguien cercano murió) habrá sentido
que la vida se derrumba, que pierde sentido, que sobreabunda el dolor. Esto lo he
percibido en todas las ocasiones en que me ha tocado acompañar a gente que está
pasando por situaciones de duelo. A veces me sorprende el hecho de que después
de casi dos mil años de cristianismo, todavía la muerte siga siendo para nuestra
sociedad un verdadero drama. ¿Tendría que ser siempre así? ¿A la muerte solo se
le puede ver negativamente? ¿Lo que Jesús y la Iglesia nos han enseñado sobre la
muerte acaso no ayuda a despojar esta realidad de tanto dramatismo? Creo que ha
llegado la hora de hablar de la muerte de manera seria y real. Este es un momento
propicio para hacerlo, en primer lugar, porque estamos en tiempo de cuaresma y
durante este tiempo se nos invita a ser conscientes de nuestras limitaciones, y una
de ellas es la muerte; y en segundo lugar, porque las lecturas de este domingo nos
ayudan a analizar la muerte con una cuota de esperanza. Veamos, pues, qué
piensa Jesús acerca de la muerte, de nuestra muerte, para saber si de verdad es
una tragedia.
Para empezar, hay un consenso en toda la literatura judía y cristiana (consenso,
por ejemplo, que se deja notar en las lecturas bíblicas de este domingo) sobre el
hecho de que la muerte no es el final de la existencia de una persona. En la primera
lectura leemos lo siguiente: “Yo voy a abrir las tumbas de ustedes, los haré salir de
ellas, y los haré volver, pueblo mío, a la tierra de Israel” (Ez 37,12). “Abrir las
tumbas”, “salir de ellas”, “volver a la tierra”, son alusiones a un límite de la muerte,
a una especie de vida después de ella. La misma idea encontramos en la segunda
lectura de este domingo: “Aquel que resucit￳ a Cristo de entre los muertos dará
también la vida a sus cuerpos mortales” (Rm 8,11). El mismo Jesús, en el episodio
que leemos en el evangelio de este domingo, parece insinuar que la muerte no
tiene la última palabra y que el ser humano sigue existiendo después de ella. En
efecto, ante la muerte de su amigo Lázaro, Jesús reacciona con mucha tranquilidad
y confianza, como quien sabe de antemano que con la muerte no acaba todo sino
que empieza algo nuevo: “”Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle.”
Le dijeron sus discípulos: “Se￱or, si duerme, se curará.” Jesús lo había dicho de su
muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les
dijo abiertamente: “Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado
allí, para que crean”” (Jn 11,11-15). ¿Qué es lo que Jesús quiere que sus discípulos
crean? Que la muerte no es el final. Incluso cuando en este mismo texto se nos
dice que Jesús lloró ante la noticia de la muerte de Lázaro (Cf. Jn 11,35), evidencia
de que el dolor por la muerte es normal e inevitable, no debemos olvidar que ese
dolor es solo por la separación física, no motivado por la idea de que todo se acabó.
La doctrina cristiana sobre la muerte se basa en textos de este tipo. La muerte no
es el fin de la existencia de una persona. Mal haríamos si creyésemos que con la
muerte termina la vida de una persona. Quizá esta sea una de las causas por las
que la muerte es aún una tragedia para nuestro pueblo. Si se piensa que la persona
que amamos ya no existe más, entonces eso sí sería un drama. Pero la verdad es
otra. La muerte no es el final de la vida sino una transformación de la misma. En el
instante de la muerte, según nos lo enseña la Iglesia, se produce una separación
del alma y del cuerpo. El cuerpo, al ser materia, se degrada, se desgasta, muere;
pero el ser humano no es solo cuerpo, también está el alma y ella no puede perecer
porque es espíritu: “aunque el cuerpo esté muerte por el pecado, el espíritu vive
por la fuerza salvadora de Dios” (Rm 8,10). La persona que ha muerto sigue
existiendo en su espíritu, ya no de una manera física, material o histórica, sino de
un modo distinto, nuevo,
trascendente y eterno. Cuando estemos frente al cuerpo muerto de una persona,
debemos pensar que lo que tenemos frente a nuestros ojos es solo la parte
material y que esa persona aún existe porque su espíritu aún está vivo. Para
aceptar esto hace falta la fe, y una fe muy grande. Fe, porque a veces es difícil
creer que una persona está viva cuando la vemos metida en un cajón
completamente exánime. Pero la Iglesia y el mismo Jesús nos han dicho que es así,
y yo les creo. Eso es fe.
Ahora, ¿qué pasa con la persona después de la muerte? ¿Qué hace o a dónde va su
espíritu? También podemos encontrar la respuesta en las lecturas de este domingo.
Cuando la hermana de Lázaro le increpa a Jesús por no haber estado en la muerte
de su hermano, él responde rotundamente: “Tu hermano resucitará” (Jn 11,23).
Esta es la palabra clave: resurrección. La resurrección es la entrada de la persona a
la vida de Dios, al cielo, para gozar eternamente de una felicidad que no tiene
comparación. Hacia allí se encamina el alma de la persona después de la muerte,
hacia la resurrección. Más aún, en este mismo pasaje, por boca de Jesús nos
enteramos cuál es la condición para que, después de la muerte, se produzca ese
encuentro anhelado con Dios en la resurrecci￳n: “Yo soy la resurrección y la vida: el
que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá
jamás” (Jn 11,25-26). Solo la fe en Jesús, la confianza depositada en él, puede
hacer que la persona después de la muerte siga viviendo, y con una vida mejor que
la anterior.
Como vemos, después de la muerte no hay un vacío; después de la muerte hay
vida, y una vida feliz y eterna junto a Dios. Viendo las cosas de este modo, me
pregunto por qué la muerte tendría que ser siempre una tragedia. Lo curioso de
esto es que todo cristiano tiene como meta de su vida llegar a Dios, estar cerca de
él, gozar de una felicidad sin límites. Pues solo la muerte nos permite tener acceso
a esos deseos. Por más que nos esforcemos, estando vivos no podremos estar tan
cerca de Dios como lo estaremos en la resurrección. Y no hay resurrección sin
muerte. Si pensamos que solo la muerte nos permitirá ver a Dios, estar con él, vivir
en él, entonces la muerte no parecerá tan mala ni tan trágica. Al final, la muerte es
solo un paso, un gran paso, hacia en el encuentro con Dios. Santa Teresa de Ávila
deseaba tanto estar con Dios que lleg￳ a decir lo siguiente: “Vivo sin vivir en mí, y
tan alta vida espero, que muero porque no muero”. Por eso, si alguna vez alguien
te desea la muerte o te dice “¡ojalá que te mueras!”, no te molestes y más bien
responde con un “gracias”, porque sin quererlo te está deseando la mayor de las
felicidades.
Con permiso de somos.vicencianos.org