Domingo de Ramos en la Pasión del Señor
Rosalino Dizon Reyes.
Tomó la condición de esclavo (Fil 2, 7)
Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Pero no ha venido para que le sirvan, sino
para servir y dar su vida en rescate por todos. Los auténticos discípulos recuerdan
y viven el ministerio abnegado del Maestro.
Según la creencia popular, el Mesías no puede ser el Siervo Sufriente. Por eso, no
es de extrañar que, patentes los sufrimientos del entregado a las autoridades, la
multitud cese de aclamar: «¡Hosanna al Hijo de David!».
Ahora gritan todos a una: «¡Que lo crucifiquen!», indignados de que resulte ser un
impostor el que les parecía su esperanza para la liberación de Israel. La admiración
de los comparables a lo sembrado junto al camino o en terreno pedregoso, se ha
cambiado en una amarga y violenta decepción. Así se desahogan a veces los
enojados consigo mismos por creer que se dejaron embaucar. Judas quizás es el
peor de éstos, pero son lamentables también la negación de Pedro y la huida de los
demás.
No se sienten defraudados, por su parte, los dirigentes religiosos, sino vindicados, y
satisfechos de que hayan convencido a la muchedumbre crédula. Están certísimos
de sus interpretaciones bíblicas; ellos las consideran no discutibles.
Éstos están empeñados en proteger sus intereses. Por todas partes no encuentran
más que a comunistas, herejes, blasfemos, enemigos de la seguridad o la identidad
nacional o cultural. Se obsesionan por imponer una multitud de preceptos,
descuidando, sin embargo, lo más grave de la ley (cf EG 35). Para lograr sus
objetivos, aseguran que al justo que les resulta incómodo se le someta a afrentas y
torturas, como a un criminal, y se le condene a muerte. Estudian ellos las
Escrituras, pero rechazan a Jesús, a quien ellas atestiguan. Les pasa lo que a lo
sembrado en zarzas: quedan ahogados por sus obsesiones.
No abrigan ambiciones, en cambio, los limpios de corazón, los pobres, los que
lloran, los sufridos, los perseguidos y calumniados. Por eso ven a Dios y tienen
vista perspicaz. En consideración de su sencillez y su condición humilde, el Padre
les revela lo que oculta a los entendidos, y por eso, como dice san Vicente de Paúl,
está la verdadera religión entre las gentes sencillas que cargan con sus cruces
diarias con fe viva y en silencio (XI 120, 462).
Dada su situación precaria, imposible pensar en puestos de honor; solo tienen
hambre y sed de justicia, misericordia y paz. Y por ellas luchan, llevando la cruz y
no la espada. Desvelados gritan desde el hondo al Señor con arrepentimiento y
esperanza. Como saben por experiencia lo que es sentirse abandonado, saben
también encomendar su espíritu a las manos del Padre. Muriéndose de tristeza y
agonizantes frecuentemente, entienden mejor y anhelan más que nadie la
resurrección.
Y quedan prendados, con razón, de la Eucaristía, memorial del sacrificio de Cristo y
prenda del pan tierno y vino nuevo del reino del Padre.
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