Domingo de Ramos en la Pasión del Señor.
EN LA FALDA DEL OLIVETE: SENTADOS EN EL SUELO
Padre Pedrojosé Ynaraja
Habla Juan.
Tantas veces me has leído, has hablado de mí y has pensado en mí, que me siento
obligado a salir a tu encuentro, en la situación histórica en la que tú vives. Yo, ya lo
sabes, existo en otra realidad, pero se me ha dado en tu favor el privilegio, gracia
del Señor, de poder encerrarme de nuevo en tus coordenadas espacio-temporales,
para poder hablar un rato confidencialmente, sobre lo que te apetezca y yo pueda
contarte.
Como buen judío que soy, vengo desde mi infancia con frecuencia a Jerusalén.
Desde que conocí al Maestro, cambió mi vida y todo, también Jerusalén, fue
diferente. Nos fue descubriendo aspectos que ignorábamos. Ya sabes, somos una
pandilla de casi 20 individuos, casi todos hombres. Yo soy el de menor edad, te
advierto que entre nosotros no se da lo que vosotros llamáis adolescencia. Cuando
llegué a los 12 años, me convertí en “esclavo de la Ley” algo así como lo que
vosotros llamáis mayoría de edad. Os costará imaginar una vida sin pasar por la
conflictiva “edad del pavo”, pero esta es en nuestra realidad, en el momento que
acontecieron los hechos que quieres que te explique. Pese a que debía tener algo
así como 14 años, imagíname, si eres chico 21 o, si chica, 19 y acertarás y
entenderás mi comportamiento. Tengo el privilegio, seguramente compartido
únicamente por Mateo, de saber leer y escribir. Los demás, ni saben ni necesitan
saber. Algo así, para que me entiendas, como la inmensa mayoría de entre
vosotros, no sabe pilotar un avión y no le inquieta. Si te digo que sé leer y escribir,
es para que comprendas que los demás escuchaban, recordaban, somos en oriente
gente de muy buena memoria, discutían y suponían que sería yo quien conservara
los contenidos más ideológicos de los discursos del Señor que tanto nos costaba a
veces comprender. Los demás recordaron principalmente los hechos, yo sin
ignorarlos, recojo con cierto detenimiento, algunos de los discursos y
pensamientos. No todos. En el mundo no cabrían los tomos necesarios para
transcribirlos todos.
Donde estamos lo conozco palmo a palmo. El lugar donde tienes que imaginar que
nos encontrábamos aquella mañana, no está lejos de aquí. En Betania vivían tres
hermanos, solteros los tres. En su casa, como en cualquiera de las de hoy y aquí,
cabíamos todos y sobraba sitio. Alegremente y en armonía convivíamos. Esta casa
es algo solitaria, alejada un poco del poblado, situada al lado del camino que de
Jericó sube a Jerusalén. En esta mansión abierta y hospitalaria es donde el Señor
comentaba muchas cosas que no habíamos entendido, o que no nos habíamos dado
cuenta de las consecuencias que tenían en la vida práctica de cada día. Éramos
oyentes privilegiados.
Aquella mañana nos movíamos como si nada. El semblante del Maestro era muy
otro. Llamó a dos de los nuestros y les encargo que se adelantaran y le buscaran
un jumento en Betfagé. Vivía allí una familia conocida y no nos extrañó que les
confiara esta gestión. Salimos algo más tarde, al llegar al punto indicado, ya se nos
habían añadido al grupo algunos otros. El animal estaba a punto y Él lo montó con
destreza. Desde su infancia había viajado siempre así. El caminó se empina un
poco, pero enseguida da un vuelco y entonces la Ciudad queda a la vista, inmensa,
radiante, maravillosa. Nadie, ni Él tampoco, es capaz de no contemplarla con
admiración. Nadie que venga de fuera, porque los chiquillos del entorno, no le
hacen ningún caso. Uno de ellos se fijó en el Maestro y Él también en él. Frunció el
ceño el chaval y se alejó buscando compañía. Vinieron con ramos que arrancaron
de los matorrales o con otros que sus padres les cortaron de los olivos y se
pusieron a cantar. Ya se sabe, nadie es capaz de mirar con malos ojos lo que a los
niños les encanta. Que puedan siempre satisfacer sus antojos, es harina de otro
costal. Pero, en este caso, sí podían. Llegaron, le miraron, chillaron, alguien de los
mayores dijo que era el rabí de Galilea, otro que tal vez fuera el Mesías esperado,
uno más ilustrado añadió que sin duda era de la casa de David. ¡La que se armó
entonces! Extendieron por el camino sus mantos y sentimos un gozo inmenso. Un
tal gesto era semejante al vuestro de desfilar por la alfombra roja.
Gritos, saltos y canciones nos acompañaban. Vitoreaban otros a pleno pulmón.
Próximos ya a una de las entradas, había un corro de gente abrumada, inquieta,
que hablaba en voz baja y nos miraba de reojo. Alguien se exaltó, encrespada la
voz, vino con los otros queriendo dar lecciones al Maestro. Él ni siquiera se inmutó.
Si quienes le acompañaban le dejaban solo y en silencio, los pedruscos saltarían de
gozo, cantarían y aplaudiría y vitorearían, se limitó a decirles que hicieran la
prueba, que deshicieran a aquella multitud, mandándoles a sus casas y escucharan
y vieran lo que pasaba después. Tan serenamente les hablaba, que fueron
incapaces de decir ni mu. Se fueron enfadados, estoy seguro de que lo de quitarle
de en medio, que hacía tiempo se proponían, ahora mismo se fueron a prepararlo y
buscar refuerzos. Pero no encontraron cómplices o no les dio tiempo, el caso es que
nos movimos libremente, entramos en el Templo y luego, tranquilamente, nos
volvimos a Betania.
La ironía es un arma extraña. Afilada como un puñal, puede humillar injustamente.
Utilizada oportunamente, rompe el hielo y aleja peligros. El Señor raramente la
utilizaba, recuerdo aquella vez que a una insidiosa pregunta, les respondió Él con
otra interpelación. Y como no supieron, o no quisieron contestar, Él sonriendo
irónico, les dijo: pues yo tampoco os declaro lo que pienso. Y huyeron
discretamente, sin protestar.
Te he recordado esta cualidad del Maestro, para que sientas por Él mayor
admiración y para que entiendas que aquella noche en Betania se sentía eufórico a
la vez que se dirigía a nosotros con cierta ironía. Nosotros le comentábamos
satisfechos la actitud de los pequeñines y lo aguafiestas que habían intentado ser
aquellos que se creían gente importante. Él ni estaba seguro de que todos los que
le aclamaron continuarían siempre haciéndolo, ni que nosotros no tuviéramos algo
en común con los que no le aceptaban, esto último lo pronunció con triste ironía.
En la tradición de Israel se conservaba el recuerdo del Templo de Salomón con
nostalgia, aquel que a propios y extraños asombraba, el que fue profanado.
Sabíamos algo del que vio en sueños Ezequiel. El que ahora teníamos, si bien era
impresionante por la enormidad de su tamaño, nos enojaba que hubiera estado
durante un tiempo deshonrado por cultos paganos, que no eran propios del Dios de
Israel. Tampoco nos hacía gracia que lo hubiera acabado un asmoneo…
El Maestro debía cumplir una misión histórica a Él encomendada, lo purificó un día
con la simbólica y enérgica expulsión de mercaderes y lo consagró con su
presencia. De estas cosas nos hablaba aquel atardecer. Ahora yo te digo a ti que
has solicitado este encuentro. Seguramente que, como aquella multitud, algún día
tú te has entusiasmado ¿le has continuado fiel, o le has olvidado? Algo te queda
¿no es así? Pues, a muchas de aquellas gentes les pasó lo mismo. No pretendas
ofenderlas con tus juicios.
El día que llamáis de ramos, no fue ni una victoria pascual, ni acto falsario. Piensa
bien lo que han supuesto para ti, para tu vida de hoy, las veces que Él ha querido
compartir su doctrina y vida contigo, cuando lo has tenido a tu lado comulgando,
rezando, estando junto a los pobres con los que se identifica el Señor.
En Betania vivíamos, es decir, descansábamos, hablábamos, trabajábamos en las
ocupaciones cotidianas, rezábamos, compartíamos, que es una manera de amar,
amar que es una manera de adorar, adorando te sientes protegido, amparado,
puedes soñar. El ensueño es la más genuina expresión de humanidad. Poder soñar
es no dejarse atenazar por el agobio. Todo ello enriquece y, en consecuencia, se
siente uno feliz.
Desde aquel día que me encontré con Él a orillas del Lago y me invito a pasar una
jornada en su casa, no pretendió otra cosa. Pero hoy en día, ya lo has constatado,
la gente no está en su domicilio, no medita. Está tan ocupada que no tiene tiempo
para hacer nada.
Betania era nuestra base de operaciones. El Maestro, allí también, se levantaba
temprano y se entregaba a la oración. Nosotros cortábamos leña, ellas lavaban,
otros reparaban paredes o sembraban en el huerto. En Betania aprendíamos a vivir
serena y silenciosamente y a prepararnos para crecer y dar fruto. Betania fue la
primera iglesia, antes de que llegado aquel Pentecostés, empezara oficialmente a
existir. El espíritu de Betania garantiza y asegura, aunque se pueda carecer de
edificios.
Muchos en aquel tiempo le conocieron y escucharon, pero no fueron capaces de
compartir con Él y, sin pretenderlo ni buscarlo, le olvidaron. Tú marcas la pauta. Me
dices que para ti es suficiente lo que te he contado ahora, pues, sigue contando
conmigo, así me lo ha encomendado el Señor.