Jueves Santo en la Cena del Seño
EN CASA DE LA MADRE DE JUAN-MARCOS
Padre Pedrojosé Ynaraja
-Habla Juan:
Al Maestro no le gustaba quedarse a dormir en la Ciudad. En este caso además,
nosotros le habíamos advertido que estaban urdiendo una emboscada, pero Él se
había empeñado en venir por estas tierras. Llegó y resucitó a Lázaro en sus mismas
narices. Aquello fue insoportable para aquellos notables corruptos.
Él ya lo sabía, se le notaba en la cara, pero no nos dijo nada aquella mañana. Sabía
que algo iba a pasar, no quiso asustarnos, pero tampoco lo oculto. Nunca fue un
hombre hermético, quiso siempre compartir todo lo que pudo, aunque a veces le
resultara imposible conseguirlo. Encargó a algunos que entraran en la ciudad,
habíamos pernoctado en Betania, y le preguntaran a un amigo donde podría
celebrar la Pascua con los suyos y que en la sala que les indicase, lo preparasen
todo.
No era el momento que correspondía, faltaba algún día para poder disponer del
cordero sacrificado por los levitas, pero nadie rechistó. La señal que les dio para
que encontrasen la casa era enigmática. Debían seguir a un hombre que llevaba un
ánfora. Te advierto, por si no lo sabes, que eso de cargar con un ánfora es cosa de
mujeres, ahora bien, tampoco está prohibido que lo haga un hombre.
Los demás nos fuimos después del mediodía. Nos dábamos cuenta de que el
Maestro se movía con precaución. Entramos en la casa y ya casi todo estaba
preparado. Digo casi todo, porque con el pan ácimo, el cordero era insustituible, en
esta cena. Se lo advertimos y, como en otras ocasiones, contestó: Dios proveerá, y
nadie se atrevió a reprocharle nada.
Sin que fuera confuso el proceder del Señor, no era el que esperábamos. Quiso
lavarnos los pies, entre nosotros es una cortesía que el anfitrión encarga lo haga el
criado a su huésped, también cosa propia de esclavos, ya me entiendes. Pedro
quiso oponerse y hubo de aceptar la correspondiente bronca, sin entenderlo pero
aceptándolo, pues, Él todo lo hacía bien, por descontado. Las órdenes del Maestro,
nunca eran dictatoriales, pero sí firmes. Luego nos dijo: estoy emocionado, esta
noche es la última que comparto con vosotros. Debería haber cordero y pan ácimo,
me habéis recordado y con razón. Pero yo os digo que ya no es preciso. Este pan
que tengo en mis manos, es el nuevo cordero, es mi Cuerpo. Es, soy, la Victima
escogida de la Nueva Pascua. Esta copa que levanto es la sangre, mi sangre, la de
la nueva Alianza. Lo que os proclamo es definitivo, nunca cambiará, ni mejorará. De
ahora en adelante, los que conmigo estén, harán esto, haréis esto. Igual que lo
hago yo, será exactamente lo mismo. Comed y bebedlo ahora. Cuerpo y Sangre
mío son.
No lo entendíamos, pero como Él siempre tiene razón, le hicimos caso. Luego se
dirigió a nosotros y a su Padre. Pasaba de una dimensión a otra, sin casi
diferenciarlas. Hablaba emocionado. Sabía yo que debería recordarlo, que mis
compañeros esperaban esto de mí. Nos mirábamos extrañados. Su emoción nos la
contagiaba. Hablaba de amor, de un amor sublime. Deseaba, lo decía en voz alta y
clara, que debíamos amarnos como Él y el Padre se amaban. Como Dios se ama a
Sí mismo. Con intensidad suprema, con generosidad, no encerrados en nosotros
mismos, nuestro amor debía ser también como el suyo, creativo.
Cantamos, yo no sé si alegres o afligidos, tal vez las dos cosas. Fuera hacía fresco,
nos dirigimos, como tantas veces a Getsemaní. Él estaba extasiado, nosotros medio
dormidos, sin poder resistir el sueño. En llegando, nos escogió a los tres, nos quería
a su lado. De nada le íbamos a servir, ya que de inmediato, nos dormimos.
Vino una y otra vez, con rostro demacrado. Solicitaba nuestra compañía y oración.
Dudaba. Nos lo contó más tarde. Pensaba en lo que le venía encima, calculaba el
provecho que de ello se iba a sacar, pensaba en nosotros, en ti también, que ahora
me escuchas. Se sentía decepcionado. Vuelta a empezar. Su ciencia humana
discursiva, le prevenía de que le iban a coger y condenar. Simultáneamente, la
divina, cual intuitiva, iluminaba su Ser y le advertía del valor que tenía su sacrificio.
De nuevo la duda. Sangraba sin tener heridas, era sudor que se había teñido de la
sangre de sus arterias, excitadas por su alterada interioridad. Era inmensa su
aflicción, la duda era la tentación del maligno, que en el deserto había fracasado y
ahora volvía con más ahínco y tino.
Miré más de una vez al cielo en mi modorra, la luna lívida, azulada, escurría
algunos de sus rayos por entre las ramas de los olivos. Ella también lloraba
silenciosamente. La luna de Getsemaní es única, me acompañó a mí más tarde,
durante mis correrías y me sentí consolado de sentir lo que Él ya había sufrido.
Supe siempre que si bien contemplaba al Señor afligida, no se acabó todo aquella
noche. A mí, Juan, también seguirían momentos mejores.
Su silencio invitaba a la reflexión, pero nosotros no podíamos superar nuestra
necesidad de dormir. No sé de dónde sacó fuerzas, pero se levantó, ya que alguien
venía. Eran sus últimos momentos de libertad histórica, lo sabía y temblaba. Los
advenedizos llegaban armados. Y con ellos, uno de los nuestros. Descubrimos
entonces al traidor del que ya antes nos había hablado. El terror nos dominaba,
echamos a correr tanto como pudimos.
Sin habernos puesto de acuerdo, nos encontramos juntos en casa de la madre de
Juan-Marcos. También la Madre del Maestro estaba allí. Nos amparaba y sin que
nos reprochara nada, su misma presencia, nos avergonzaba. Nos quedamos
dormidos, sin siquiera decirnos nada. Nunca se podrá volver a Getsemaní,
desapareció el bosque, los olivos de ahora no son los mismos. Tampoco la sociedad
que te circunda. El único testigo que queda es la luna. Mírala y pregúntate ahora en
su presencia, si obras de acuerdo con lo que el Señor enseñó. Lo que sufrió para
que fuera ejemplar y eficaz. La luna de este día es juez y fiscal. Pero no te
desesperes, acuérdate de nosotros que fuimos peores, pero supimos corregirnos y
Él nos aceptó, sin condena alguna.