Viernes Santo de la Pasión del Señor
ENCUENTRO EN CASA DE LA MADRE DE JUAN-MARCOS
Padre Pedrojosé Ynaraja
¿Cómo pudiste dormir aquella noche?- le pregunto yo
Contesta Juan:
Pues, sin quererlo. Como un chofer se queda dormido mientras conduce, sin que
pueda evitarlo.
Te contaré lo que hicimos Pedro y yo, y lo que pasó desde el amanecer, al día
siguiente de la detención del Señor y de nuestra deserción, que tanto nos
avergüenza.
Tuvimos ánimos, nos exigimos, pese al miedo, a salir juntos y ver lo que estaba
pasando, temiéndonos lo peor. Contábamos con el conocimiento de los vericuetos
de la ciudad y yo pensaba que podía establecer algún contacto con gente
influyente, que nos permitieran acercarnos a los lugares donde sería juzgado el
Maestro, allí donde se tomarían las decisiones, que tanto podían perjudicarle. La
palabra condenado a muerte, no nos atrevíamos a pronunciarla, pero nos la
temíamos.
Con Pedro, y gracias a mis relaciones, pudimos acercarnos y observar algo. Pero
fuimos descubiertos por unos guardianes, que nos delataron a los otros que con él
custodiaban el lugar. Estaban aburridos, ellos eran de la región y nuestro acento
galileo enseguida descubrió de donde éramos nosotros y supusieron que
acompañábamos a aquel famoso reo, que dentro era juzgado. Una mujer avispada
también quiso disfrutar a cuenta nuestra y por desgracia lo consiguió. Pedro se
desgañitó muerto de miedo, negándolo todo. No, ni siquiera conocía a aquel
delincuente, decía y repetía. La vejez vuelve prudentes a los más atrevidos
marineros, aun a costa de perder el honor, con tal de salvar el pellejo. Un pescador
teme a la autoridad más que a las olas y a las tempestades. Fue cobarde y confieso
que me contagió su miedo. Nos escapamos como pudimos y no sé a dónde fuimos a
parar. Ahora bien, esto nos ocurrió después de lo que ahora te voy a contar.
Supimos que se lo llevaron a casa del Sumo Pontífice que, pese a ser un cargo
religioso, gozaba de poder político, aunque ninguna ley se lo adjudicara. No te
cuento muchos detalles porque los textos ya explican bastantes. Quiero que pienses
en algún pormenor que, aunque no se mencionen en los textos, evidentemente,
sucedió. Lo primero de todo es que a partir de perder la libertad, le salpicó el odio,
le acongojó la incomunicación y le atenazó la soledad. Le interrogaron con alevosía
y quedó apretujado, imposibilitado de defenderse. A nadie podía confiar su
angustia. Añádase el hambre y la sed. Y esto no fue cosa de unas horas, duró
mucho más tiempo del que te imaginas. De Getsemaní a casa de Anás hay un buen
trecho que, maniatado como iba, resultó muy arduo. Algo semejante hay que decir
de los trayectos hasta el lugar de reunión del Sanedrín, más tarde al Palacio-
refugio-cuartel, donde residía aquellos días el gobernador, al palacio de Herodes y
vuelta a la fortaleza cuartel.
A Pilatos los judíos le apestaban. En Jerusalén no se vivía bien, prefería las orillas
del mar en Cesarea. Mejor clima y rodeado de gente de tropa como él tantos años
lo había sido. Hablaban griego, los subordinados tal vez latín. Ambas lenguas las
conocía, pero no ésta jerga que llamaban arameo, que solo sabía chapurrear. Su
mujer también estaba más a gusto contemplando las olas y recibiendo visitas de
otras damas de su misma alcurnia. Que ahora le enviaran a este hombre, sin
acusación clara de delito, le fastidiaba. Él era el oficial que custodiaba el territorio,
que debía vigilar a estos belicosos y orgullosos judíos, que se enredaban en ritos
imbéciles de degüello y despellejo de corderos a millares, que envenenaban el aire
y que se exaltaban fácilmente. ¡Quién sabe lo que podían estar tramando mientras
querían que pasara el tiempo juzgando a un anónimo y misterioso curandero, que
se las daba de sabio y tan apreciado era por la plebe del norte, que a él no le caía
mal del todo! El patriotismo de los de la capital siempre era susceptible de esconder
segundas intenciones. Mucha religión, pero olvidando a Augusto, esta era una de
sus estupideces, prueba evidente de su fanática ignorancia. Y para colmo de males,
su mujer se entrometía con somnolientas visiones. Roma era el derecho, no la
adivinación, lo tenía muy claro.
Pese a su estado de ánimo, no podía negarse a que se lo presentasen. Tanto era el
orgullo de aquellos gerifaltes que no contentos con forzarle a que abandonara sus
quehaceres, se negaron ellos a entrar en el patio de armas, ya que si lo hacían se
contaminarían y no podrían celebrar sus ritos y fiestas ¿pero qué se creían que eran
estos estúpidos siervos del imperio de la ciudad de Roma?. Trató de no dejarse
llevar por el orgullo de oficial del ejército más poderoso que existía. Más vale,
pensó, en estos casos no decidir dejándose llevar por la ira. Recapacitó
prudentemente y no se precipitó. Dijo a uno de sus subordinados que lo llevase a
su presencia, se sentó solemnemente en el sitial, había que impresionar e
imponerse desde el principio, a ver si rápidamente le podía avasallar, confesaba
cualquier crimen, él le condenaba o le soltaba y podía pasar aquellos días tranquilo.
En realidad, ni simpatizó con el reo, ni sintió odio. Le enojaba y le incomodaban
aquellos ojos con que le miraba. Se atrevió a filosofar, decidió sacárselo de encima
como fuera. Le informaron que podía salir por la tangente, enviándoselo al fantoche
Herodes, que tenía alguna autoridad sobre él. Que él se las arreglara como pudiera,
pensó.
El reyezuelo Herodes le satisfizo tenerlo en su poder. Recordaba que le había
llamado zorra y quería someterlo a la humillación más denigrante. Tu sabes que no
hay nada que uno deba temer tanto como, siendo persona de letras y saberes, cae
en manos de quien su única riqueza y poder es un ficticio mando. Había heredado
un título por ser hijo de quien era, pero su capacidad de gobierno era minúscula. Ni
siquiera podía hacer una escabechina familiar como su padre, ni juzgaba como lo
había hecho su progenitor. Ahora bien si el gobernador romano se lo enviaba, al
menos a este galileo podía juzgarle, torturarle y denigrarle. El Maestro cuando
estuvo en su presencia, no quiso dirigirle la palabra y esto fue lo que más le
sublevó. Su mayor triunfo hubiera sido humillarle. El dolor de Jesús sería verse
sometido a los caprichos orgullosos de este fantoche. Quien no puede triunfar en un
combate, busca la derrota del enemigo deshonrándolo.
Su soldadesca no era fuerza de ocupación, ni reclutas, ni combatientes y, si les
tocaba hacer guardia en un recinto, se aburría. Herodes le dejó en sus manos,
encargándoles que le sometiesen a un castigo bochornoso. Así que recogieron
zarzas y se las enredaron entre sus cabellos, procurando que sobresalieran y
pareciera ridícula corona imperial y a la vez atormentara con agudo dolor toda la
cabeza. Le pusieron en los hombros una capa vieja y sucia y le ataron a las
muñecas una caña, semejando burlescamente un cetro. Todo un espectáculo para
goce de gente de baja calaña. El Maestro, seguramente, pensó en sus encuentros
con las multitudes en Galilea, se acordó del oficial de Cafarnaún, que solicitó su
generosidad y fue atendido, en el intelectual que por la noche quiso conocerle y
compartir ideas, en los discípulos que le siguieron, en las mujeres que le asistían y
compartían ideales, ¡en tantos pensó y ninguno de ellos estaba allí!
Hambre, sed, soledad, miradas hostiles, furiosas unas, desvergonzadas otras. Si
haber conseguido ni una palabra, ni siquiera un gesto, lo devolvió a Pilato. Pero el
solo detalle de que la fuerza ocupante confiara en él, satisfizo su ridícula y gran
vanidad…Más tiempo, más sed, más hambre, más fatiga mental, más dolor físico…
Estas cosas las contamos en poco tiempo, vuestras procesiones acortan la historia y
las pautas. Te invito a que, en cualquier sitio donde estés, leas el texto, tomes un
mapa, calcules distancias midiendo según la escala indique y camines. Calcula
entonces cuanto duró en realidad el proceso. Sin comer, ni dormir, ni beber, ni
orinar a gusto. Pilatos, hombre de leyes, como buen romano, pretendiendo ser
bueno, ahora bien sin poder ahuyentar su cobardía, aquella situación le resultaba
sumamente enojosa. Quiso cortar por lo sano y mandó que lo azotasen. Era lo
habitual, los soldados lo hacían sin miramientos, ni siquiera rabia. Tocaba azotar a
un hombre, mañana tocaría matar a un becerro, al otro custodiar una muralla, a
ellos no les importaba si era justa u oportuna una orden y además, en resumidas
cuentas, el de hoy, solo era un hebreo…
La flagelación judía estaba regulada: cuarenta latigazos bien dados. La romana no.
Iba a remolque del humor de los profesionales, gente de fuera. Pero, a pesar de su
pericia y del resultado que a la vista era desagradable y de que el cuerpo quedaba
todo él dolorido y llagado, no tenían suficiente aquellas gentes. Lo que querían era
eliminarlo. Sacárselo de encima y pronto, así se lo pedían a gritos. Que haya paz,
pensó el romano, eso, a fin de cuentas, es lo único que le interesa al emperador.
Pues que lo maten, lo crucifiquen, si este es su deseo y quedaré tranquilo.
No nos atrevíamos a comunicar a su Madre estas tristes noticias, me confiesa Juan,
pero era de justicia que lo supiera, por muy doloroso que le fuera escucharlo. Me
ofrecí yo a decírselo y a acompañarla.
Al condenado a muerte no le quedaba ni un derecho, ni una propiedad. Desnudo
para que se hiciera patente esta situación, debía caminar llevándose a cuestas el
madero donde le sujetarían con clavos sus brazos. El gobernador tuvo en este caso
la delicadeza de permitirle que conservara por el camino sus vestidos, para que a
los ojos del pueblo, le quedara algo de dignidad. Al llegar al cadalso debía hacerse
patente su total indignidad, lo desnudaron se repartieron y rifaron la ropa. Aquella
carne otorgada por María y hecha encantadora criatura en Belén, ahora era puro
amasijo embadurnado de sangre y polvo. Lamentaba yo que su Madre lo viera,
pero mi compañía y la de las mujeres amigas, era su único consuelo. Habló
dirigiéndose al Padre, habló para sí mismo, habló para nosotros.
Murió, era evidente, no se podía ocultar el triste fin a su Madre. Alguien había
preparado y pensado en este instante y apareció entonces mismo, mostrando
permisos y ofreciendo un sepulcro cercano y nuevo. Allí mismo lo enterramos. Se
acabaron aquellos tristes días. Imagínate cuantos y cuanto dolor, echa cálculos tú
mismo. Me dices que interrumpa. De acuerdo, pero no te vayas indiferente. Murió
para que se murieran nuestros pecados. Lo enterramos y con él se fueron al
sepulcro nuestros delitos. Nobleza obliga. Vacía tu interior de males y llénalo de
agradecimiento y delicado amor.