Sábado. Vigilia Pascual en la Noche Santa.
ENCUENTO EN UN RINCÓN CUALQUIERA
Padre Pedrojosé Ynaraja
Hoy es el día del aburrimiento. Del desconcierto. Densos nubarrones nos cubrían sin
dejar caer ni una sola gota de agua. Silencio del cielo, jolgorio en la tierra. La gente
está en los mercados aprovisionándose de las viandas necesarias para la fiesta que
se avecina. De lo que le pasó al Señor, casi nadie se ha enterado. Tampoco alegra
la vida de nadie, ni sorprende. De un tal hecho, se entera la familia y los que
conspiraron. Ajusticiar, muchas veces, es un simple anuncio que da la autoridad,
para que nadie se atreva a sublevarse, por legítima que pueda ser su protesta.
Entre nosotros, en casa, todo está repleto de su ausencia. Por cualquier lugar que
uno vaya, nota su vaciedad. Solo Ella suspira sin desalentarse. Mantiene la
esperanza, sin comprender Ella tampoco lo que ha pasado y lo que está pasando. Si
el Maestro en Getsemaní sufrió la duda, ahora le toca a Ella. Dice y repite; no
puede ser, esto no se puede acabar así. Yo sé que mi Hijo existe, no sé cómo, pero
permanece, estoy convencida, aunque no segura. Es preciso esperar. Tantas cosas
nos dijo que, pese a querer guardarlas, ahora todavía, no sé qué significado tenían.
Me entraban ganas de salir y gritar a las gentes que pululaban por las calles, sin
otra finalidad que comprar y llevarse a casa lo adquirido. Decirles a voces; ¿pero no
sabéis que ha muerto el Mesías? ¿Qué hacéis aquí moviéndoos como locos? Qué ha
muerto el Maestro de Israel, el que fue anunciado de antiguo y todos esperábamos.
No seáis estúpidos. Parad de una vez y meditad, acudid al Templo, subid a los
montes. Gritadle a Dios que nos perdone. Pero luego nada hice, ni dije, así de
cobarde fui.
Así transcurrió aquel sábado sin sentido, repleto de dolor estático, de pena
insuperable, de incomprensión de lo sucedido, sabiendo, no obstante, lo importante
que había sido y era. Día de aburrimiento o de modorra. Dolor inmenso espiritual.
Ahora que he superado aquel trance, acepto cosa que entonces no podía. Ahora
comprendo que la más antigua de las curas paliativas, fue la contemplación de la
Pasión del Señor. Muchos en su lecho de muerte lo solicitaron, encontraron
consuelo y se enriquecieron de Gracia. El caso emblemático e irrepetible fue el de
aquel delincuente que junto al Señor era ajusticiado. Su compasión le salvó y murió
escuchando lo que más deseaba.