CICLO B
TIEMPO ORDINARIO
XXII DOMINGO
Estamos llamados a vivir religiosamente: a vivir en relación con Dios, que da
siempre el primer paso. Se nos adelanta. Nos amó primero y su amor nos capacita
para responder con amor: a Él, sobre todas las cosas, y al prójimo como Cristo nos
ha amado.
Esta relación, como respuesta de amor que es, debe nacer de lo más profundo de
nuestro corazón. Es relación personal con Dios: de corazón a corazón, de persona a
persona. Una relación existencial, auténtica. La religión no es un cúmulo de
costumbres y tradiciones anquilosadas, que no llegan al corazón ni a la vida del
hombre. No valen las apariencias, ni los gestos vacíos (de “culto vacío” habla el
Evangelio de hoy). Ni los formalismos con el “coraz￳n lejos” de Dios. Ni la
hipocresía. Hay que honrar a Dios con los labios, pero, sobre todo, con el corazón.
Esta relación vital transforma nuestro ser, nuestra vida y nuestro obrar. En la
oraci￳n poscomuni￳n le pedimos a Dios que su amor “fortalezca nuestros
corazones” y nos mueva a servirle en nuestros hermanos.
En la segunda lectura el apóstol Santiago nos pone en guardia contra el peligro de
una falsa religiosidad: Poned en práctica la Palabra y no os contentéis con oírla,
“enga￱ándoos a vosotros mismos”. Como ense￱￳ Benedicto XVI: “La Ley de Dios es
su Palabra que guía al hombre en el camino de la vida, lo libera de la esclavitud del
egoísmo y lo introduce en la ᆱtierraᄏ de la verdadera libertad y de la vida”. Hemos
de escuchar con un corazón sincero y dócil la Palabra de Dios, que orientará en
todo momento y situación nuestros pensamientos y sentimientos, nuestras
decisiones y nuestras acciones. La religi￳n será auténtica, “pura”, si vivimos a la
escucha de la Palabra de Dios, para hacer su voluntad.
Así los mandamientos de Dios son guías de orientación en el camino de nuestra
vida. Cumplimos los mandamientos por fidelidad a Dios, pero también porque en
ellos está nuestra felicidad. Dios que es amor “s￳lo sabe ser amor y s￳lo sabe ser
padre” (San Hilario). Y lo que Dios nuestro Padre quiere de nosotros es siempre lo
mejor para nosotros. “Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi
gozo” (Sal 119).
Los mandamientos de Dios nos orientan hacia la verdadera felicidad en toda
nuestra vida: la familia, el respeto al otro, su vida, sus cosas; la verdad que nos
hace libres; con un corazón limpio, en el amor y la entrega fiel y generosa de los
esposos. Estos mandamientos se encierran en dos: amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado. Así nuestro amor al hermano debe
tener las mismas cualidades que el amor de Dios hacia nosotros. San Pablo llega a
decir: “Toda la ley se cumple en una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti
mismo” (Ga 5, 14). Y en la Carta a los Romanos dice: “Quien ama al pr￳jimo ha
cumplido la ley…la caridad es la plenitud de la ley” (Rm 13, 8-10). San Agustín
escribi￳: “los diez mandamientos se reducen a estos dos: amar a Dios y amar al
prójimo; y estos dos se reducen a este otro que es único: lo que no quieras que se
te haga a ti, no lo hagas a los demás. En este último están contenidos los diez y en
él se contienen los dos”.
Debemos escuchar con fe la Palabra de Dios, llevándola a la práctica con todas sus
consecuencias. Con una vida honrada, practicando la justicia y el bien. Con una fe
viva, que se traduce en obras. Dice San Agustín: “cuando escuchamos la Palabra de
Dios es como si sembráramos una semilla. Y cuando ponemos en práctica lo que
hemos oído es como si esta semilla fructificara”. La religi￳n cristiana se resume en
una sola cosa: “la fe que actúa por el amor” (Ga 5, 6).
Por la fe y el bautismo –sacramento de la fe- estamos injertados en Cristo: de Él
recibimos la savia, la gracia, la vida de Dios. Somos uno en Cristo Jesús (Ga 3, 28):
“No s￳lo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo”, comenta Benedicto
XVI. Somos hijos de Dios en el Hijo único de Dios. Llamados a vivir en comunión
con Cristo (1 Cor 1,9). Y Cristo nos llama a “participar en su relaci￳n con el Padre, y
ésta es la vida eterna. Jesús quiere entablar con sus amigos una relación que sea el
reflejo de la relación que Él mismo tiene con el Padre: una relación de pertenencia
recíproca en la confianza plena, en la íntima comuni￳n” (Papa Francisco). Para el
cristiano toda la ley es la persona misma de Cristo. Así Ch. de Foucauld en sus
Escritos Espirituales escribi￳: “¿Tu regla? Seguirme. Hacer lo que yo haría.
Pregúntate en todo: ¿Qué haría nuestro Señor? Y hazlo. Ésta es tu única regla, pero
también tu regla absoluta”.
Cristo conoce a sus ovejas y éstas le conocen a Él. Conocer en el sentido
bíblico: con amor, en una profunda relación interior. Un conocimiento del corazón.
No se trata de un conocimiento exterior o solamente intelectual. Es una relación
personal profunda. Decía San Gregorio Magno: “Mirad si sois en verdad sus ovejas,
si le conocéis…si le conocéis, digo, no s￳lo por la fe, sino también por el amor; no
sólo por la credulidad, sino también por las obras”.
Cristo, Hijo de Dios, el hombre perfecto, por medio de su Espíritu, nos va
modelando a su imagen y envía a nuestros corazones el Espíritu, que viene en
ayuda de nuestra debilidad. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5). Es el Espíritu de la
verdad que hace libres. “La ley nueva es principalmente la gracia del Espíritu Santo
dada a los cristianos”, escribe Santo Tomás de Aquino. “Si vivimos por el Espíritu,
marchemos tras el Espíritu” (Ga 5, 259. Es el Espíritu del amor (Él mismo es el
amor sustancial del Padre y del Hijo). Es la prueba de que somos hijos y en
nosotros clama: Abba, ¡Padre! “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos
son hijos de Dios” (Rm 8, 14). Así viviremos la religión pura e intachable a los ojos
de Dios nuestro Padre.
La garantía y la prueba de que respondemos a Dios (“la religi￳n pura e intachable a
los ojos de Dios”) tal como Él quiere, de que nos comunicamos con Él en el amor es
la relaci￳n fraternal auténtica: “Si alguno dice: amo a Dios y aborrece a su
hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede
amar a Dios a quien no ve” (I Jn 4, 20-21).
MARIANO ESTEBAN CARO