Ciclo A: Domingo de Resurrección
Rosalino Dizon Reyes.
La triste y purificadora recolección sosegada de la pasión y la muerte de nuestro
Señor Jesucristo da paso a la alegre y renovadora festividad de gran viveza de su
resurrección. Los pobres celebran más que nadie, creo, la festividad con devoción
ferviente y entusiasmo insondable.
Es que «es entre ellos, entre esa pobre gente, donde se conserva la verdadera
religión» —como se atrevió a decir san Vicente de Paúl (XI, 120), si bien no habría
manera, desde luego, de que a él se le pegara tal acusación de fomentar lucha de
clases como se le arrojaba a Dom Hélder Câmara. Y, además, los pobres,
familiarizados que están con el dolor debido a su experiencia personal de
sufrimientos, comprenden mejor que nadie la pasión y la muerte de Jesús. Por
tanto, la resurrección de Jesús les transforma las penas de compasión para con el
crucificado en mayor y más profunda alegría (cf. Jn. 16, 20-22).
Sí, con maravillosa, gloriosa e inefable alegría proclaman su fe en el resucitado
Señor los pobres, dejados más pobres aún y sin víveres por la guerra, el robo, la
inclemencia del clima o por algún desastre natural. A pesar de sus pesares y
apuros o, mejor dicho, precisamente por ellos, esos sumisos a las órdenes y
resignados a sus miserias mantienen viva la fe y siguen creyendo sencillamente, sin
hurgar. El apóstol Pedro y el discípulo amado vieron y luego creyeron, y así fue el
caso también con respecto al apóstol Tomás; por otro lado, los pobres creen sin
haber visto. Creen sin cuestión y sin reserva la proclamación pascual: «Lo
mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo resucitó al tercer día».
Quizás, como los discípulos, los pobres no entienden del todo lo que enseña la
Escritura sobre la necesidad de la resurrección de Jesús, ni menos, sobre la
necesidad de la pasión y la muerte, y por eso de ellos se aprovechan fácilmente los
que, viciando la cruz, se sirven de ella como ideología de la opresión. Pero los
pobres tienen la intuición acertada de que Dios es tan poderoso que hace posible lo
imposible. Tienen la convicción firme de que Dios crea buenas cosas de la nada,
hace surgir orden del caos, les da de comer y de beber a los hambrientos y
sedientos en donde no se encuentran ni pan ni agua, capacita a una joven virgen o
una infecunda de avanzada edad dar a luz, dispone a que la Palabra se encarne,
resucita a los muertos. Los pobres toman por indudable que la locura y la debilidad
de la cruz son la sabiduría y la fuerza de Dios y que la severidad de las exigencias
divinas, como se ve, por ejemplo, en «la atadura de Isaac», no significa nada sino
la increíble y sobreabundante generosidad divina (Rom. 8, 32). No pueden menos
que esperar, pues, de que sus sufrimientos conducirán a la gloria.
Debido a esta intuición, esta convicción, esta esperanza, están listos los pobres a
alimentar de su propio sudor a otros, en particular, a los que pretenden vivir del
patrimonio de Jesucristo. Están dispuestos siquiera a dar, sin temor y con alegría,
todo lo que tienen (Lc. 21, 1-3). Devotos también como María la Magdalena y la
otra María, y como Pedro y el discípulo amado, por supuesto, son los primeros
también que llegan y asisten. Y son ellos los que en la cena del Señor no se
apresuran a comer ni dejan que algunos se queden con hambre o se avergüencen
(1 Cor. 11, 20-34).
Y si así mantienen los bautizados su fe, esperanza y amor, ¿acaso no indicaría esto
que ellos, muertos con Cristo, ya viven también con él y ya aspiran a los bienes de
arriba, no a los de la tierra? Sería esto la mejor e incontrovertible manera de dar
testimonio a Jesús resucitado en un mundo posmoderno y secularizado, ¿verdad?
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