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Día litúrgico: Lunes de la octava de Pascua
Texto del Evangelio ( Mt 28,8-15): En aquel tiempo, las mujeres partieron a toda
prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus
discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Dios os guarde!». Y
ellas se acercaron a Él, y abrazándole sus pies, le adoraron. Entonces les dice
Jesús: ᆱNo temáisᄏ (…).
Comentario: Rev. D. Joan COSTA i Bou (Barcelona, España)
Las mujeres partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y
corrieron a dar la noticia a sus discípulos
Hoy, la alegría de la resurrección hace de las mujeres que habían ido al sepulcro
mensajeras valientes de Cristo. «Una gran alegría» sienten en sus corazones por el
anuncio del ángel sobre la resurrección del Maestro. Y salen “corriendo” del
sepulcro para anunciarlo a los Apóstoles. No pueden quedar inactivas y sus
corazones explotarían si no lo comunican a todos los discípulos. Resuenan en
nuestras almas las palabras de Pablo: «La caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14).
Jesús se hace el “encontradizo”: lo hace con María Magdalena y la otra María —así
agradece y paga Cristo su osadía de buscarlo de buena mañana—, y lo hace
también con todos los hombres y mujeres del mundo. Y más todavía, por su
encarnación, se ha unido, en cierto modo, a todo hombre.
Las reacciones de las mujeres ante la presencia del Señor expresan las actitudes
más profundas del ser humano ante Aquel que es nuestro Creador y Redentor: la
sumisión —«se asieron a sus pies» (Mt 28,9)— y la adoración. ¡Qué gran lección
para aprender a estar también ante Cristo Eucaristía!
«No tengáis miedo» (Mt 28,10), dice Jesús a las santas mujeres. ¿Miedo del Señor?
Nunca, ¡si es el Amor de los amores! ¿Temor de perderlo? Sí, porque conocemos la
propia debilidad. Por esto nos agarramos bien fuerte a sus pies. Como los Apóstoles
en el mar embravecido y los discípulos de Emaús le pedimos: ¡Señor, no nos dejes!
Y el Maestro envía a las mujeres a notificar la buena nueva a los discípulos. Ésta es
también tarea nuestra, y misión divina desde el día de nuestro bautizo: anunciar a
Cristo por todo el mundo, «a fin que todo el mundo pueda encontrar a Cristo, para
que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la
verdad (...) contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la
potencia del amor que irradia de ella» (Juan Pablo II).
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