EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA A
(Hechos 2:42-47; I Pedro 1:3-9; Juan 20:19-31)
“Dios no es muerto” es el título de un nuevo cine. Tiene que ver con la pregunta
si Dios existe o no. Aunque podemos demostrar la existencia de Dios, muchos
no lo aceptan. De todos modos no podemos probar que Dios se comprende de
tres personas cada quien completamente Dios y distinguible del otro. No,
tenemos que aceptar la Santísima Trinidad por la fe. También se necesita de la
fe para aceptar la resurrección de Jesús de la muerte. Ciertamente hay los
testimonios de los apóstoles pero no se ha duplicado el evento en la historia. La
segunda lectura hoy de la primera Carta de Pedro nos indica que cosa
inestimable es la fe.
La fe es tanto un don de Dios y la respuesta humana. Como don la fe nos llena
con la esperanza de la felicidad eterna. Esta meta da forma a todos nuestros
motivos. Ya no existimos para acumular el oro o para maximizar el número de
cruzadas. No, vivimos para acompañar a Jesucristo hacia la justicia de su Reino.
Para que no tropecemos en el camino, Dios nos provee con la prudencia
señalándonos la elección correcta en cada bifurcación en el camino. Como
respuesta humana, la fe nos coloca entre la comunidad de creyentes que nos
enseñan con su ejemplo y nos apoyan con su fervor.
Sin embargo, muchos de nosotros, como Tomás en el evangelio,
experimentamos dudas cohibiendo la fe. Creemos en Dios pero comenzamos a
preguntarnos por qué parece que Dios no contesta nuestros rezos por Eduardo,
un hombre relativamente joven, sufriendo con cáncer. Creemos en la
resurrección de la muerte, pero nos preguntamos por qué no podemos
comunicarnos con los muertos. ¿Qué podemos hacer? En primer lugar tenemos
que recordar que el cumplimiento de la promesa de Cristo – la resurrección de la
muerte – tendrá lugar sólo al final de los tiempos. Entonces el alma reunirá con
los restos – sea los propios huesos o la tierra en que desintegraron – para
formar un cuerpo renovado para la eternidad. Sí, creemos en la existencia del
alma separada del cuerpo pero como nosotros después de levantarse en la
mañana no listos para salir afuera.
Más al caso, la vida de la comunidad representada por los santos nos suple la
razón para seguir creyendo. Cada año en el segundo domingo de la Pascua
leemos de la parte de los Hechos de los Apóstoles donde se describe la vida de
la antigua comunidad de Jerusalén. Muestra cómo la gente expresa su fe con
profundos hechos de auto-entrega. Desde entonces la Iglesia siempre se ha
distinguido por los santos. Hoy mismo se declaran santos dos hombres que
hemos conocido nosotros como extraordinarios en sus pensamientos y actos. El
papa Juan XXIII se dio cuenta que la Iglesia estaba estancada frente a los
grandes interrogantes de la sociedad moderna: ¿Dónde está Dios mientras
millones mueren en guerras? ¿Qué tiene que ver la fe con la ciencia? Aunque
estaba en su vejez, tenía el valor de llamar el Segundo Concilio Vaticano para
dar respuestas a los interrogantes y situar a la Iglesia para trabajar por un
mundo mejor con toda gente de buena voluntad.
Conocemos aún mejor los logros del papa Juan Pablo II: su devoción, su
energía, su creatividad. Como papa joven viajaba incansablemente
demostrando al mundo entero el amor de Dios y la preocupación de la Iglesia.
Como viejo no se retiró de la escena sino se ofreció su propio rostro como signo
de la dignidad de la persona desde la concepción hasta la muerte natural. Como
se dice de los milagros de Cristo al final del pasaje evangélico hoy, los hechos
admirables del papa (ahora santo) Juan Pablo son muy numerosos para un libro.
Se dice que la fe es una carretera. La viajamos siguiendo a Cristo, nuestro
salvador. Por ella pasamos la vida con sus muchas bifurcaciones del camino:
nuestras preocupaciones y preguntas. Pero no nos extraviamos porque estamos
acompañados por los santos. Ellos nos aseguran la llegada a nuestro destino, la
felicidad eterna. La fe nos lleva a la felicidad eterna.
Padre Carmelo Mele, O.P.