II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, Ciclo A.
Rosalino Dizon Reyes.
El Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando (Hech 2, 47)
El Señor es nuestra luz y nuestra salvación. Quienes reciben la luz y la salvación,
reciben también la misión de llevarlas a los que viven en tinieblas y en peligro de
perdición.
No resulta animador el recado confiado a María Magdalena para los discípulos. A la
misionera se le acaba de iluminar el rostro sombrío y de devolver el sentido de
maravilla, ausente aun estando presentes dos ángeles, al espabilarle Jesús el oído
con el saludo: «María», y al abrirle los ojos nublados de tanto llorar.
Es posible que no la crean los discípulos, influidos por Pedro y el discípulo
predilecto. Parece que los dos no están aún seguros de lo que lograron entender
después de ver el sepulcro vacío, pues, sin compartirlo con María, se volvieron a
casa de la misma forma quizás que un caracol se retrae asustado a la seguridad de
su concha, por citar una conferencia vicentina (XI 337).
De todos modos, escondiéndose y encerrándose en una casa, se delatan inseguros
los discípulos. Pero así como consoló Jesús a la que se pasaba llora que te llora
frente al sepulcro, así también penetra él ahora la oscuridad pavorosa de los que,
sin él, difícilmente se recuperan del trauma que resulta de presenciar ellos, aunque
a distancia segura, tanto la noche de la entrega traicionera como las tinieblas de las
tres horas de agonía más dolorosa en la cruz.
Así que pasa el Resucitado a través de puertas acerrojadas. Tranquiliza a los
sobrecogidos de temor y vergüenza: «Paz a vosotros». Enseguida les enseña las
manos y el costado para asegurarles de que el que se ha puesto en medio de ellos
no es otro que el que fue crucificado y sepultado. Y para dar más de la medida, les
ofrece otra vez la paz, y les manda salir y hacerse, alentados por el Espírtu,
misioneros de la paz y la reconciliación, de la conversión y el perdón. No, no les
basta con amar a Dios, si no lo aman sus prójimos (XI 533).
Claro, son creíbles los misioneros y las misioneras por su ejemplo. Persuaden a la
gente más por su constancia en la enseñanza apostólica, en la comunión y la
compartición, en la fracción del pan, por su alegría, que por sus palabras eruditas y
doctrinas perfectamente formuladas.
Los verdaderos misioneros aman a Dios a costa de sus brazos y con el sudor de sus
frentes, sin contentarse con dulces coloquios ni palabras angélicas (XI 733). Saben
que no sea que comprendan eficazmente la entrega del cuerpo y el derrame de la
sangre, y el lavatorio de los pies, y vean en los pobres al proclamado «Señor mío y
Dios mío», no tendrán parte con él. Así atraen a otros a la dicha de creer y amar
para la vida eterna, aun sin ver ni hablar ni escribir.
Con permiso de somos.vicencianos.org