II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, Ciclo A.
Rosalino Dizon Reyes.
Vuestra vida está con Cristo escondida en Dios (Col. 3, 3)
Les sorprende Jesús a los encerrados en un conclave, digamos, por miedo a los
judíos. Para dar a entender que él no guarda ningún rencor a los que no han sido
del todo fieles, les da la salutación de paz una y otra vez. Les muestra también las
manos y el costado, por lo que los discípulos, sintiéndose asegurados de que es
realmente el Señor quien está presente, se llenan de alegría.
Por si fuera poco todo este ademán de fidelidad aseguradora de su parte, Jesús les
da el Espirítu Santo y les confía a los recipientes de la paz y la reconciliación la
misión de compartir la misma paz y la misma reconciliación. Dicha misión consiste
esencialmente en ser testigos de Jesús, siendo la presencia de él por medio del
Espíritu y apremiando a que a los demás o se les perdonen los pecados, por
acogerlo a Jesús, o se les retengan, por rechazarlo (cf. Jn. 3, 19-20; 9, 39-41; 12,
44-50; 15, 26-27).
Pero cuesta ser testigo de Jesús. En primer lugar, como lo indica la muestra de las
manos y del costado, el resucitado es el crucificado mismo, el ascendido es el
descendido mismo (cf. Ef. 4, 10). ¡Qué desquiciante para los hombres descubrir
que el amor de Dios se manifiesta en sumo grado por la muerte de Jesús en la
cruz! ¿Cómo se explica que Dios, obviamente sin pensar ni actuar como nosotros,
dispone que la sabiduría y la fuerza broten de la locura y la debilidad? No extraña,
pues, que este concepto horroroso y escandaloso de la gloria por medio de la
vergüenza, de la ganancia por medio de la pérdida, de la salvación por medio de la
perdición, de la plenitud por medio del despojo, nos hace a los creyentes sondar e
investigar la ley y los profetas, las Sagradas Escrituras, para hallar pistas que nos
ayuden a comprender lo incomprensible.
En segundo lugar, parece que Jesús resucitado se desaparace en la misma manera
en que se aparece—de repente, sin más ni más. Sí, cierto, ya está a la diestra del
Padre y la nube de la gloria divina lo oculta de nuestra vista. Pero él nos parece
desaparecido más bien, creo, por el trastorno provocado por la crucifixión
queriendo decir la exaltación o la muerte significando la vida. Puestas así las cosas
boca abajo y al revés, a los hombres nos cuesta aún hasta ahora ver el corazón,
como ve Dios, acostumbrados que estamos a ver la apariencia. Vemos por ahora
de manera indirecta y velada, como en un espejo y no conocemos plenamente (1
Cor. 13, 12). Sin darnos cuenta, nos mostramos a veces indiferentes hacia Jesús,
si es que no le perseguimos del todo. Por ahora comemos del pan que partimos y
bebemos de la copa de bendición, reconociendo la presencia real de Jesús en la
Eucharistía aunque sin discerner, no rara vez, su cuerpo entero y sin repartir bienes
según la necesidad de cada uno.
Pero luego veremos cara a cara y conoceremos como Dios nos conoce. Y por
última vez nos sorprenderá Jesús cuando él nos diga: «Tuve hambre y me disteis
de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve
desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme».
Y la sorpresa no será menos para los que oíran: «Tuve hambre y no me disteis de
comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis,
estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis».
Entonces se revelará con gran claridad quiénes lo habrán acogido a Jesús y quiénes
lo habrán rechazado, quiénes se proclamarán dichosos por amar y creer sin haber
visto, o malditos por rehusar a amar y creer aún después de haber visto, a quiéne
se les quedarán perdonados los pecados y a quiénes se les quedarán retenidos,
quiénes herederán alegres el reino eterno y sin fronteras y quiénes se encerrarán
aterrados por toda la eternidad en un hoyo agobiante de fuego. Los benditos
serán, desde luego, quienes habrán vivido en Jesucristo por la muerte de
Jesucristo, habrán muerto en Jesucristo por la vida de Jesucristo, habrán pasado su
vida oculta en Jesucristo y llena de Jesucristo, viviendo y muriendo en el servicio de
los pobres en quienes pasa Jesús desapercibido (cf. I, 320; III, 359).
Con permiso de somos.vicencianos.org