Encuentros con la Palabra
Segundo Domingo de Pascua – Ciclo A (Juan 20, 19-31)
“No seas incrédulo; ¡cree!”
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
En alguna parte leí la historia de un montañista que, desesperado por conquistar el
Aconcagua, inició su travesía, después de años de preparación. Quería la gloria sólo para
él, por lo tanto subió sin compañeros. Empezó a subir y se le fue haciendo tarde, y no se
preparó para acampar, sino que siguió subiendo, decidido a llegar a la cima. Oscureció, la
noche cayó con gran pesadez en la altura de la montaña; ya no se podía ver
absolutamente nada. Todo era oscuro, cero visibilidad, no había luna y las estrellas
estaban cubiertas por las nubes. Subiendo por un acantilado, a solo cien metros de la
cima, se resbaló y se desplomó por los aires... Bajaba a una velocidad vertiginosa; solo
podía ver veloces manchas cada vez más oscuras que pasaban en la misma oscuridad y
la terrible sensación de ser succionado por la gravedad. Seguía cayendo... y en esos
angustiantes momentos, pasaron por su mente todos sus gratos y no tan gratos
momentos de la vida; pensaba que iba a morir; sin embargo, de repente sintió un tirón tan
fuerte que casi lo parte en dos... Como todo alpinista experimentado, había clavado
estacas de seguridad con candados a una larguísima soga que lo amarraba de la cintura.
En esos momentos de quietud, suspendido por los aires, no le quedó más que gritar:
« ¡Ayúdame, Dios mío! »
De repente una voz grave y profunda de los cielos le contesta: –«¿Qué quieres que haga,
hijo mío?» –«¡Sálvame, Señor!» –«¿Realmente crees que puedo salvarte?» –«Por
supuesto, Señor». –«Entonces, corta la cuerda que te sostiene...» Hubo un momento de
silencio y quietud. El hombre se aferró más a la cuerda... y no se soltó como le indicaba
la voz. Cuenta el equipo de rescate que al otro día encontraron colgado a un alpinista
congelado, muerto, agarrado con fuerza, con las manos a una cuerda... a tan solo dos
metros del suelo...
La duda mata , dice la sabiduría popular. Y para demostrarlo, basta ver una gallina
tratando de cruzar una carretera por la que transitan camiones con más de diez y ocho
llantas... El Evangelio que nos propone la liturgia del Segundo domingo de Pascua nos
muestra a un Tomás exigiendo pruebas y señales claras para creer: “Tomás, uno de los
doce discípulos, al que llamaban el Gemelo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús.
Después los otros discípulos le dijeron: – Hemos visto al Señor. Pero Tomás contestó: –
Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi
mano en su costado, no lo podré creer”. Seguramente, muchas veces en nuestra vida
hemos dicho palabras parecidas a Dios. Este domingo tenemos una buena oportunidad
para revisar la confianza que tenemos en el Señor.
Cuando el Señor volvió a aparecerse en medio de sus discípulos, llamó a Tomás y le dijo:
– Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado...” Será
necesario que el Resucitado nos diga «¡No seas incrédulo sino creyente!» o, por el
contrario, seremos merecedores de esa bella bienaventuranza que dice: «Dichosos los
que creen sin haber visto». Sinceramente, preguntémonos: ¿Dónde tenemos puesta
nuestra confianza? ¿Dónde está nuestra seguridad? ¿Estamos llenos de dudas que nos
van matando? ¿Qué tanto confiamos en la cuerda que nos sostiene en medio del abismo?
* Sacerdote jesuita, Decano académico de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana – Bogotá
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