II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, Ciclo A.
Tito Romero, C.M.
Tiempo de los nuevos comienzos
Queridos amigos, Dios tiene una debilidad. Lo que nosotros llamamos omnipotencia
divina no se contradice con el “tal￳n de Aquiles” de Dios que aparece en las lecturas
de este segundo domingo de pascua. Dios es perfecto, eterno, poderoso, ha creado
todo, omnisciente, pero ante el ser humano torpe, débil, pecador, arrepentido,
doliente y frágil, Dios se derrite y su poder se transforma en una palabra, en una
cualidad propia de él: la misericordia. Precisamente, este segundo domingo de
pascua es el día de la Divina Misericordia, el día en que celebramos la debilidad de
Dios, una debilidad que nos favorece.
¿Qué es la misericordia? En palabras simples y usando un peruanismo, es “hacerse
el de la vista gorda”, es decir, no tomar en cuenta, no mirar, olvidar el error de los
otros, sus deficiencias, sus debilidades y sus pecados. La misericordia va de la
mano con la tolerancia, la paciencia, el amor, porque sin estas cualidades no se
puede dejar pasar los deslices de otros. Un buen sinónimo de la misericordia es el
perdón. En realidad, el perdón es el nombre de la primera manifestación de la
misericordia, o mejor dicho, la manera como la misericordia se hace concreta, pero
comúnmente ambas realidades se usan como equivalentes. En el Éxodo
encontramos una definici￳n de Dios: “El Se￱or es un Dios misericordioso y
compasivo, paciente, lleno de amor y fiel” (Ex 34,6). En otras palabras, Dios es
amor (1 Jn 4,8), es paciente (2 Pe 3,9) y es misericordioso (Sal 117); estos tres
atributos de Dios cuando se dirigen al hombre se unen y nos llegan en forma de
“perd￳n de Dios”. Ahora bien, Dios no puede dejar de ser paciente, misericordioso y
amoroso porque son atributos de él, es decir, son las características que le hacen
ser Dios. Por esa razón es que afirmamos rotundamente que Dios siempre perdona
(el salmo de este domingo canta: “den gracias al Se￱or porque es eterna su
misericordia”), que su perd￳n incondicional y absoluto. Si Dios no perdonara, no
sería Dios. No creo en un Dios que no sea misericordioso. Esta debilidad le hace ser
más grande, más perfecto, más Dios.
Si repasamos toda la historia de las relaciones entre Dios y el hombre, veremos que
en toda manifestación de Dios está implícita su misericordia. En el Antiguo
Testamento encontramos una serie de “oportunidades” que daba Dios a su pueblo,
aun cuando éste persistentemente se olvidaba de él, le era infiel y se iba detrás de
otros dioses. Eran muestras de misericordia casi cotidianas que llegaban a Israel en
forma de tierra prometida, descendencia numerosa, liberación de la esclavitud,
jueves y reyes, leyes, profetas que le recordaban sus promesas, etc. Puro perdón
derramado a montones. Una gran muestra de la misericordia de Dios fue el envío
de su propio Hijo. Tanto fue el derroche de misericordia de Dios, que el evangelio
de Juan llega a decir: “Tanto am￳ Dios al mundo que envi￳ a su propio Hijo para
que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a
su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él” (Jn 3,16-17).
Gracias a esta cita nos damos cuenta de que el amor de Dios es el sustento de la
misericordia, y que la misericordia se hace concreta en gestos de perdón, en este
caso, la venida de Jesús. Pero no es lo único que dice esta cita. A través de estas
líneas entramos en el corazón de la misericordia divina, la mayor expresión del
perdón de Dios.
El ser humano había llegado a una situación de pecado que bien merecía una
intervención de Dios al estilo del diluvio o la destrucción de Sodoma y Gomorra,
pero como Dios no puede dejar de ser Dios, esta vez realizó su mayor muestra de
amor, de paciencia y misericordia: la resurrección de Jesús. Ya la vida de Jesús era
una oportunidad de salvación para el pueblo pecador (recordemos las muchas
veces que Jesús sanó, liberó y perdonó los pecados de sus paisanos), pero con su
resurrección llegamos a la cúspide de esa misericordia. Lo dice
claramente la segunda lectura de este domingo: “Bendito sea Dios, Padre de
nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, por la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza
viva, para una herencia incorruptible, pura, perenne, reservada en el cielo para
ustedes…” (1 Pe 3-4). Es verdad, en vez de castigar al ser humano por su pecado e
infidelidad, Dios reacciona enviando a su Hijo y resucitándolo, y por medio de esa
resurrección le dio al hombre la oportunidad de una nueva vida, mejor que la
anterior, la posibilidad de una herencia celestial. El hombre solo debe abrirse a ese
perdón para cobrar esa herencia. Así de fácil.
Este perdón de Dios que hemos descrito hasta aquí, no solo es para todo el hombre
en general, sino también para cada hombre en particular. El evangelio de este
domingo (Jn 20,19-31) es la prueba. A los discípulos que en el momento de su
detenci￳n salieron corriendo, Jesús se les aparece resucitado diciéndoles “paz a
ustedes”. Ese peque￱o saludo debi￳ sonar en ellos como si hubiese dicho: “no hay
problema, no pas￳ nada, ya olvidé todo, les perdono, les quiero igual”. Luego, a
Tomás, que dudó de su resurrección, le enseña las heridas de sus manos y su
costado. Otro gesto de perdón; otra muestra de misericordia. Así como el mundo es
perdonado en la resurrección de Jesús, cada hombre es liberado y regenerado por
el contacto personal con Jesús. No hay traición, falta, error, pecado que el contacto
con Jesús no pueda borrar. No hay dolor ni angustia que la declaraci￳n “Se￱or mío
y Dios mío” no pueda aliviar.
Como hemos visto, Dios tiene una debilidad. Su amor le traiciona y lo mueve a
perdonar al hombre. Esa debilidad de Dios es lo mejor que a nosotros nos puede
pasar. Existimos gracias a la misericordia de Dios, somos imagen y semejanza de
Dios gracias a su misericordia, tenemos lo que tenemos gracias a su misericordia,
podemos salir del dolor y de la muerte gracias a su misericordia, podemos ir a cielo
gracias a su misericordia. El hombre es más hombre gracias a la misericordia de
Dios. Por esa razón, cualquiera que rechace el perdón de Dios se deshumaniza,
pierde dignidad y se denigra, porque persiste en su pecado y su dolor. En la
confesión, que es el sacramento por el que nos llega el perdón de Dios, el ser
humano llega a su mayor perfección. Uno sale del confesionario más humano que
cuando entró. Sobre esto, me viene a la mente una de las frases más conocidas del
Papa Francisco: “Dios nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos
cansamos de pedir perd￳n”. En el domingo de la Divina Misericordia,
aprovechémonos de esta debilidad de Dios, pero sin llegar a ser unos
aprovechados.
Con permiso de somos.vicencianos.org