II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia A
Fiesta de la Divina Misericordia
…alcánzanos la abundancia de la misericordia que nos salva.
“La paz con vosotros” ( Jn 20, 19). Con este saludo Cristo resucitado se dirige a sus
discípulos que todavía estaban asustados por los tristes acontecimientos de la
crucifixión y muerte de su Maestro. A este día san Juan Pablo II, cuya canonización
hoy la Iglesia proclamó, llamó el domingo de la Misericordia, porque del corazón de
Jesús lleno de ternura brotaron estos dones como rayos y reflejos de su
Resurrección: la paz, los sacramentos y la última bienaventuranza donde Cristo nos
confirma la fe en quienes creemos en Él (segunda lectura) y en quienes sufren las
dudas del apóstol Tomás (evangelio).
Jesús nos saluda hoy, al término de la solemne semana pascual, con este deseo de
esperanza y de gozo. Nos da su paz, mostrando las señales de su pasión dolorosa.
De sus manos traspasadas y de su costado abierto brota el don precioso de la paz y
de la divina misericordia para toda la humanidad.
C on la celebración del domingo de la Misericordia concluimos la Octava de Pascua,
es decir, de esta semana que la Iglesia nos invitó a considerar como un solo Día:
“el Día en el cual actu￳ el Se￱or”. El evangelio de hoy nos relata la aparici￳n de
Jesús Misericordioso a sus discípulos, el día mismo de su resurrección, en que les
derramó y confió el tesoro de su Paz y de sus Sacramentos, y confirmó nuestra fe y
la fe de todos los “Tomases” del mundo que están llenos de dudas y con ansias de
certezas (evangelio). Esa paz nos llevará después a vivir mejor la Eucaristía, a
rezar con más fervor y practicar la caridad con nuestros hermanos (primera
lectura).
Cristo Misericordioso y Resucitado nos da su Paz, en hebrero Shalom, que significa
un deseo de salud, armonía, paz interior, calma y tranquilidad para aquel o aquellos
a quienes está dirigido el saludo. Paz como bienestar entre las personas, las
naciones, y entre Dios y el hombre. Los apóstoles la habían perdido, después de la
muerte de Cristo en el Calvario. Estaban realmente con la paz, la fe y la esperanza
quebradas.
Esa oscura turbación de los discípulos se ve disipada por la luz de la victoria del
Señor, que llena sus corazones de serenidad y de alegría. San Agustín definía la paz
como “la tranquilidad del orden”. Y puesto que hay un doble orden, el imperfecto de
la tierra y el acabado del cielo, hay también una doble paz: la de la peregrinación y
la de la patria. La insistencia de esta palabra “paz” en el Canon Romano de la misa
es clara: la Iglesia ha recibido la misión de extender hasta los confines del mundo
la paz de Cristo Resucitado y Misericordioso.
Cristo ya nos había regalado el Jueves Santo el sacramento de la Eucaristía. Ahora,
de su corazón misericordioso saca este otro tesoro: el sacramento de la
Reconciliación. Cristo envía a sus apóstoles con la misión de prolongar la suya
propia: perdonar los pecados. La paz con Dios y con nuestros hermanos, don
primero que comentamos, se perdió por culpa del pecado. Con el sacramento de la
Reconciliación recuperamos esa paz que rompimos con el pecado.
La Iglesia, después de la Resurrección de Cristo, es el instrumento mediante el cual
el Señor va reduciendo todo bajo la soberanía de su reinado, el instrumento por el
que se comunica la gracia divina, cuyo cauce ordinario son los sacramentos,
ordenados a la reconciliación de los hombres con Dios, mediante la conversión.
Otro de los regalos de la Resurrección de Jesús fue la confirmación de nuestra fe.
La fe en la resurrección de Cristo es la verdad fundamental de nuestra salvación.
“Si Cristo no resucit￳, vana es nuestra predicaci￳n y vana también vuestra
fe…Todavía estáis en vuestros pecados”, dirá san Pablo. A la luz de la Resurrección
cobran luminosidad todos los misterios que Dios nos ha revelado y confiado.
También estamos preparándonos a la Fiesta de Nuestra Señora de la Soledad, que
no es algo añadido a estos misterios de la misericordia divina y de la canonización
de Juan Pablo II y del Papa Juan XXIII, sino que María tiene mucho qué decirnos
sobre, porque ¿quién conoce más profundamente que María, la Madre del
Crucificado y Resucitado , el misterio de la misericordia divina? María conoce su
precio, su grandeza y su valor. Por esa razón, la «llamamos también Madre de la
misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia ».
¡Oh María, Madre de misericordia!, Señora nuestra, de la soledad profunda y del
llanto sin consuelo…. Tú conoces como nadie el corazón de tu divino Hijo.
Inspíranos con respecto a Jesús la confianza filial que vivieron los santos Juan Pablo
II Y Juan XXIII, la confianza que animó a la beata Faustina Kowalska, gran apóstol
de la misericordia divina en nuestro tiempo.
Mira con amor nuestra miseria; arráncanos, oh Madre, de las contrastantes
tentaciones de la autosuficiencia, del abatimiento, del egoísmo y de la tibieza
espiritual y apostólica, y alcánzanos la abundancia de la misericordia que nos
salva.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)