III Domingo de Pascua, Ciclo A.
Rosalino Dizon Reyes.
Os rescataron … a precio de la sangre de Cristo (1 Pe 1, 18-19)
Ensimismados en preocupaciones e intereses propios, no reconocemos al
Resucitado en el forastero que se junta a nosotros. Pero si le escuchamos y luego lo
invitamos, cansado como nosotros del camino, a descansar donde hay un poco de
pan y vino, y un alero que cobije nuestro sueño (cf A caminar sin ti, Señor, no
atino), pronto nos sorprenderá el peregrino con un manjar sencillo y exquisito, y
nos abrirá los ojos.
Es normal que tengamos preocupaciones y reminiscencias, bien absorbentes, de
esperanzas y desesperanzas. Lo anormal es encerrarnos en ellas y quedarnos sin
religión, sin vínculos con Dios ni con el prójimo.
Se trató de este encerramiento en la audiencia general del pasado 23 de abril. Dijo
el Papa: «Buscamos entre los muertos al que vive cada vez que nos encerramos en
el egoísmo o en la autocomplacencia, cuando nos dejamos seducir por el poder y
las cosas de este mundo, olvidando a Dios y al prójimo, cuando ponemos nuestra
esperanza en vanidades mundanas, en el dinero o el éxito».
Y ya en el siglo 17 exhortó san Vicente de Paúl a los misioneros: «Vayamos y
ocupémonos con un amor nuevo en el servicio de los pobres …; reconozcamos
delante de Dios que son ellos nuestros señores y nuestros amos» (XI 273). Los
verdaderos misioneros no se encierran en su seguridad, ni dicen con vana
complacencia: «Soy yo el que ha hecho esa buena obra», pues, todo bien se debe
atribuir a la gracia de Dios (XI 397; Reglas Comunes CM XII 3, 4, 14; VII 9, 250).
Tanto la catequesis papal como las pláticas vicentinas están basadas ciertamente
en las Escrituras, en el relato de la desobediencia de Adán y Eva, por ejemplo, y en
las parábolas del rico necio y del rico y Lázaro. Éstas indican que en el amor al
dinero se manifiesta claramente el egocentrismo. Así que si nos mantenemos necios
y torpes para creer las Escrituras, estaremos siempre en peligro de caer en las
garras de la codicia que causa estragos.
La codicia es la raíz de todas la maldades: la idolatría—dar culto a bienes con
imágenes de dirigentes mundanos más que al Sumo Bien que creó al hombre a su
imagen, creer que el dinero todo lo puede y es lo que dicta, formando parte de la
libertad de expresión inviolable (cf Ciudadanos Unidos y McCutcheon); la herejía
traidora que, oponiéndose al gesto de María Magdalena, aparta la preocupación por
los pobres de la preocupación por el Salvador de los pobres; las injusticias que
engendran guerras, pobreza, esclavitud sexual y marginación.
Pero si nos vestimos de misericordia entrañable, no cosecharemos los frutos
amargos de la codicia. Discerniremos el cuerpo de Cristo y así no comeremos ni
beberemos nuestra propia condena. Su presencia nos saciará de alegría y
maravilla. Con permiso de somos.vicencianos.org