III Domingo de Pascua, Ciclo A.
Tito Romero, C.M.
Emaús, ¡no vayan!
Quién no ha pasado en su vida momentos de crisis. Me refiero a esas situaciones en
las que parece que todo se cae encima, que nada tiene sentido, que no se siente ni
se piensa nada. En esas circunstancias, la gente nos mira y nos encuentra
pensativos, idos, con la “cabeza en la luna”. Todo esto hasta cierto punto es
normal. Lo digo porque es propio del dolor no dejarnos razonar, no dejarnos ver lo
que tenemos a nuestro alrededor incluso una posible solución, no dejarnos
escuchar las voces que al lado nuestro nos gritan su apoyo. El dolor suele
colocarnos un antifaz y, con él encima, no podemos, ni siquiera, darnos cuenta que
el propio Dios está a nuestro lado. Uno se siente solo con el dolor y, a veces, esa
soledad hace que perdamos el sentido de la vida.
Algo parecido les sucedió a los protagonistas del evangelio de este tercer domingo
de pascua. Me refiero a la conocida historia de los discípulos de Emaús (Cf. Lc
24,13-35). Estos dos hombres no formaban parte del grupo más cercano a Jesús
(los Doce), pero eran sus discípulos. Emaús quedaba a unos cuantos kilómetros de
distancia de Jerusalén y ellos habían dejado su pueblo, la rutina de su vida, por
escuchar, ver y seguir al que todos consideraban el Mesías. Lo escucharon hablar
de cosas y realidades que probablemente nunca antes habían imaginado: que Dios
es Padre, que ama incluso a los pecadores, que su misericordia es eterna, que el
amor y no la ley es lo que cuenta para él, que todos tienen lugar en su Reino.
Quizás hasta lo vieron hacer algún milagro (de hecho, Betania, lugar donde Jesús
resucitó a Lázaro, quedaba a solo 3 kms de Jerusalén) y enfrentarse con autoridad
a los dueños de la religión de aquel entonces. Todo esto hizo que sus corazones se
conmovieran, que sus esperanzas crecieran, que creyeran que por fin Dios se había
acordado de ellos. Por eso lo seguían, por eso eran sus discípulos. Cuando estaban
con Jesús, todo tenía sentido, vivían una alegría que probablemente ni ellos mismos
podían explicar: la alegría propia de quien ha encontrado lo que andaba buscando.
Pero toda esta alegría y esperanza se vino al suelo cuando vieron a Jesús morir
como un criminal. Como dice el mismo evangelio de este domingo, “ellos esperaban
que fuera Jesús quien liberara a Israel” (Lc 24,21), habían apostado por él, pero
ahora lo veían muerto, colgando en la cruz como uno más. Su decepción fue
grande, tan grande como fue antes su alegría y esperanza. Así es el dolor,
directamente proporcional a su causa. Entonces tomaron la decisión de volver a su
vida de antes, a la rutina, a la época en que solo rogaban y rogaban a Dios por un
salvador. En vez de avanzar, en medio de su crisis, decidieron por el paso atrás. En
fin, volvían a Emaús.
Fue en ese contexto de dolor, frustración, decepción, cuando volvían a su antigua
vida, que Jesús se les aparece, pero ellos no lo reconocieron. El texto lo expresa
así: “Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se les acercó y se puso a
caminar con ellos, pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran” (Lc 24,15-16).
Tenían a su lado la solución a su dolor, la causa de su alegría, pero sus ojos no la
veían. ¿Qué impedía este reconocimiento? Ya lo hemos dicho, el antifaz del dolor.
Pero Jesús estaba ahí, caminando con ellos a su lado. En su dolor, no los dejó solos,
más bien los acompañaba, les hablaba. El problema no era de Jesús, el problema
estaba en ellos y en su dolor. Siempre es así: en medio del sufrimiento siempre
está Jesús, en medio del dolor siempre tenemos el consuelo. El dolor no nos deja
verlo, pero ahí está, hablando, acompañando, sosteniendo, y por qué no, sufriendo
con nosotros también. Ese supuesto abandono de Dios que mucha gente siente en
pleno sufrimiento, esa aparente soledad, es falsa, es solo un síntoma del mismo
dolor. Dios no nos deja ni un momento, menos cuando más lo necesitamos.
Nuestros problemas son nuestros problemas, nuestros errores son solo nuestros y
tenemos que hacernos cargo de ellos aunque nos hagan sufrir, y también
nuestros dolores nos tocan sufrirlos solo a nosotros. Quizá por eso Dios no suele
intervenir en ellos. Si lo hiciera, nos volveríamos unos seres muy inmaduros y
débiles (aunque siempre está la posibilidad de un milagro). En esos momentos,
Dios acompaña y sostiene, de manera que el dolor se hace compartido, y aunque
eso no lo atenúa, por lo menos se hace llevadero.
¿Cómo encontrar el equilibrio en medio de las crisis? ¿Cómo quitarnos el antifaz
que nos coloca el dolor para poder ver y pensar? La reacción debe ser la misma que
suele tener una persona que se está ahogando, que instintivamente estira los
brazos para agarrarse lo de lo primero que encuentre o de lo que tenga más cerca.
Y ya hemos dicho que lo más cercano a nosotros en esos momentos duros es Dios.
Por tanto, la reacción correcta no es alejarse, renegar o culpar a Dios, sino
acercarse a él, aunque no se le sienta en un principio. Solo la cercanía con Dios
puede devolvernos la esperanza, la alegría, el equilibrio y el sentido de la vida. El
desenlace de la historia de los discípulos de Emaús nos especifica cómo podemos
volver a sentir a Dios. En primer lugar, nos dice el texto que, ante la incapacidad de
reconocerlo, Jesús “les interpretó lo que se decía de él en todas las Escrituras,
comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas” (Lc 24,27). Las Escrituras, la
oración con la Palabra de Dios es un buen medio para encontrar respuestas y
consuelo en medio de las crisis. Luego, el mismo relato nos cuenta que, cuando
atardecía, los discípulos invitaron a Jesús a quedarse con ellos, y allí él “tomó pan,
pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los
ojos y lo reconocieron…” (Lc 24,30-31). Solo cuando Jesús tomó pan, lo bendijo y
lo repartió, señales inequívocas de que se está hablando de la Eucaristía, ellos lo
pudieron reconocer. La Eucaristía, la comunión, los sacramentos en general, tienen
la capacidad de devolvernos la fuerza que perdimos por el dolor. Por último, el
evangelio agrega un dato más: los discípulos, después de reconocer a Jesús, “de
inmediato se levantaron y volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los
Once y a los del grupo… y contaron lo sucedido por el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan” (Lc 24,33.35). Una vez que volvieron a experimentar la
alegría y conectaron nuevamente con su esperanza, estos dos hombres
compartieron esa dicha con los demás, su felicidad se la regalaron a los otros que
estaban tan tristes como ellos al principio, con la finalidad de que también se
alegren y salgan de ese cuadro de dolor. Al acto de pensar en la felicidad de los
demás se le llama “caridad”.
La oración, los sacramentos y caridad nos permiten sentir a Dios cercano, y aunque
el dolor sea grande, la fuerza de estas tres realidades puede hacernos recuperar el
equilibrio para pensar y salir de la crisis. La solución está en no quedarse con el
antifaz del dolor, saber reaccionar, no dar el paso atrás, evitar volver al Emaús de
cada uno. Por eso, de todos los pueblos de Tierra Santa que quisiera conocer, el
que menos me interesa es Emaús. No debe ser un lugar atractivo, me da miedo
estar allí. Les aconsejo que no vayan.
Con permiso de somos.vicencianos.org