III domingo de Pascua, Ciclo A
Los discípulos de Emaús
(He 2, 14.22-33; 1 Pe 1, 17-21; Lc 24, 13-35)
Hoy, Domingo III de Pascua, continúa la Liturgia en tono de júbilo, porque Cristo ha
resucitado. El “Aleluya” sigue resonando como un grito de celebración victoriosa,
pues Jesús ha vuelto de la muerte a la Vida, para comunicarnos esa Vida a
nosotros.
En el Evangelio (Lc. 22, 13-35) vemos el famoso pasaje de un camino, el camino
entre Jerusalén y un poblado situado a unos once kilómetros de distancia, llamado
Emaús.
Jesús caminaba junto a dos hombres que sólo iban a Emaús. Estos andaban un
camino muy corto; aquél, resucitado, acababa de comenzar con su vida y con su
entrega a la muerte un camino mucho más largo y ambicioso, el camino del
hombre, de todo hombre hacia el Reino de Dios. En efecto, en los dos de Emaús
estamos representados todos los cristianos.
El mensaje que nos quiere dar este relato es que reconozcamos a Jesús resucitado
en nuestra vida, pero sobre todo en la eucaristía: al escuchar la Palabra del
resucitado y al partir el Pan; que, al mismo tiempo, implica la misión de anunciarlo
a los demás. Esta ense￱anza tiene lugar, en n día como hoy, “el primer día de la
semana”, Día del Se￱or, es un día destinado a que los ojos se nos abran después
de participar en la escuela de la Palabra y en la fracción del pan: comiendo el pan
de la Palabra y el Cuerpo y la Sangre del Resucitado.
Por tanto, las vías de acceso para encontrar de forma viva y personal a Jesús son
a) la Palabra. “Les explic￳ las Escrituras… ¿no ardía nuestro coraz￳n mientras nos
hablaba?”, b) la Eucaristía: “Se les abrieron los ojos y lo reconocieron… y contaron
c￳mo le habían reconocido al partir el pan”, c) la comunidad: “Y se volvieron a
Jerusalén, donde encontraron reunidos a los once con sus compañeros, que les
dijeron: es verdad, ha resucitado el Se￱or”.
Los cristianos tenemos un momento en el que partimos el pan y oímos las
Escrituras: es la Misa…; en ella, Jesús se nos hace presente y se nos ofrece como
alimento. Finalmente nos levantamos y volvemos al lugar de donde hemos venido,
nos disponemos a rehacer el camino, a vivirlo con nueva ilusión, a anunciar a los
demás la alegría de haber visto al Señor.
Qué importante es que participemos en plenitud de la Misa para salir con el corazón
enardecido, reanimados para vivir la experiencia del encuentro con Jesús durante la
semana y hacerla vida propia. Pero esto, a condición que nos encontremos con
Cristo en la fracci￳n del pan, alimentados con la Eucaristía…
Por tanto, intentemos seriamente, sacerdotes y laicos, vivir el encuentro semanal
con Cristo como algo trascendente para nuestra vida cristiana, como el momento
más importante del día, ese momento que deje en cada uno de nosotros, la misma
impresión indeleble, que el encuentro con Cristo, dejó en los discípulos de Emaús.
No nos dejemos atrapar por la indiferencia y el pesimismo. Renovemos
semanalmente el impulso que nos hace seguir a Jesucristo. Que salgamos con el
deseo de contarle a los que no han venido la gran nueva que los de Emaús dieron a
los discípulos de Jerusalén: es cierto que Jesucristo ha resucitado. Con esta
conciencia de la presencia de Jesús entre nosotros podremos superar el pesimismo
y el desaliento, y decirle con el corazón al Divino Caminante: Porque anochece ya,
porque es tarde, Dios mío, porque temo perder las huellas del camino, no me dejes
tan solo y quédate conmigo. Porque he sido rebelde y he buscado el peligro y
escudriñé curioso las cumbres y el abismo, perdóname, Señor, y quédate conmigo.
Porque ardo en sed de ti y en hambre de tu trigo, ven, siéntate a mi mesa, bendice
el pan y el vino. ¡Qué aprisa cae la tarde! ¡Quédate al fin conmigo!
La compañía de Jesús eucarístico es siempre santificadora; la Eucaristía, por más
desolados que estemos, tiene una eficacia insospechada. “Quédate con nosotros,
Se￱or, porque ya es tarde”. Con Jesús eucarístico todo se ilumina, los fantasmas y
temores huyen. ¡Es Jesús, pero transfigurado! Jesús quiere que pasemos de una
visión materialista a una visión de fe.
Pensemos: ¿por qué a veces nos pasa en la celebración de la Eucaristía dominical
que nuestros ojos no se abren para reconocer a Jesús y nuestro corazón no arde
cuando escuchamos las Escrituras? ¿Por qué regresamos a casa con el corazón
angustiado como cuando vinimos? ¿No será porque no hemos reconocido al Señor
en las Escrituras y al partir el pan?
Que María encienda nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros
ojos, y reconozcamos a Jesús al partir el pan.
Padre Félix Castro Morales
Fuente: http://parroquiadelasoledad.org/ (Con permiso a homiletica.org)