IV Semana de Pascua
Sábado
a.- Hch. 13, 44-52: Nos dedicaremos a los gentiles.
La primera predicación de Pablo trajo en la comunidad abundantes frutos, pero
también tuvo que pagar su precio, pues así como muchos aceptaron la fe, otros la
rechazaron y les mandaron salir de la ciudad. Los que aceptaron su palabra, les
pedían que siguieran hablando de esto al sábado siguiente (Hch. 13,42-43). La
reunión del sábado siguiente, al ver el número grande de personas que querían
escuchar a Pablo, los judíos organizaron la ofensiva con blasfemias contra su
palabra. La reacción de Pablo es sabia y sensata: ya que los primeros destinatarios
de la Palabra la rechazan, ellos tomas la decisión de volver sus pasos a los gentiles
(vv. 46-47). La intención de Pablo era buena, llevar a sus propios hermanos la fe
en Jesucristo, como cumplimiento perfecto de todo cuanto se había dicho del
Mesías en las escrituras del AT. Si ellos que eran los primeros destinatarios de las
promesas ya cumplidas en Cristo Jesús, no lo aceptan, serán los gentiles quienes se
verán beneficiados, si aceptan la fe. La reacción de éstos es la alegría y el evangelio
se difundía por toda la región (vv. 48-49). Aquí se ve como la mano de Dios
acompaña la evangelización de los pueblos, en esa visión de cómo se construye la
historia de la salvación, donde el aporte del hombre de fe, es fundamental. El
ataque de los judíos, no se dejó esperar, persiguieron a los apóstoles, quienes
luego de sacudir hasta el polvo de aquel lugar se marcharon a Iconio (vv. 50-51).
Pero lo más importante, después del anuncio del kerigma es que desde entro los
animaba el Espíritu de Dios: “Los discípulos quedaron llenos de gozo y del Espíritu
Santo” (v. 52). Toda evangelización necesita al Espíritu Santo que anime a los
misioneros y evangelizadores para que verdaderamente sea proclamado el
kerigma, al igual que los apóstoles Pedro, Pablo, Esteban, olvidar esto, es sembrar
sin la simiente de la fe: la unción del Espíritu.
b.- Jn. 14, 7-14: Quien me ve a mí, ve al Padre.
El evangelio nos habla de conocer al Padre. La súplica habla de una contemplación
de Dios, ver a Dios en su plenitud. Moisés pide contemplar la gloria de Dios, pero
Juan conserva el principio que ningún hombre ha visto a Dios ni puede verle (cfr.
Ex. 34,18-33; Jn.1,18; 6,46;1Jn.4,12). Es el principio de la invisibilidad de Dios,
según las Escrituras, Dios se muestra, al oyente de la palabra. Conocer a Jesús es
reconocerle como el revelador de Dios. Conocer al Padre, pasa por el conocimiento
del Hijo y la eficacia de la fe hace que reconozcamos en Cristo, el camino, la verdad
y la vida. Conocer a Cristo es conocer al Padre, es su rostro humano por eso dice:
“Si me conocéis a mí, conoceréis también a mí Padre; desde ahora lo conocéis y lo
habéis visto” (v. 7; Ex. 34, 18-23). Si bien, Tomás le preguntó por el camino, es
ahora Felipe, quien pregunta por el Padre: “El que me ha visto a mí, ha visto al
Padre” (v. 9). Queda claro entonces que el conocimiento del Padre, está
condicionado al conocimiento del Hijo. También cabe la pregunta: ¿Qué habían
conocido los apóstoles del Padre? Por la pregunta se deja ver que era muy poco lo
que sabían del Padre. Les cuesta aceptar que Jesús, es la imagen del Padre, su
Palabra más personal e íntima, hecha hombre. “¿Cómo dices tú: muéstranos al
Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?” (vv. 9-10).
Precisamente porque Jesús está en el Padre, es uno con su Padre, contemplarlo es
ver el rostro de Dios. Se comprende que ese ver y conocer al Padre, va mucho más
allá de lo meramente intelectual, es una visión de fe, que es don del Padre y
responsabilidad del hombre que lo ha recibido. Durante su ministerio muchos vieron
y escucharon a Cristo, mas sin fe no lo reconocieron ni como Mesías ni mucho
menos como rostro del Padre. Sin embargo, los que acogieron la fe, llamados por el
Padre (cfr.Jn.18,24), si lo aceptaron como Hijo de Dios y camino de unión con el
Padre, porque había venido como su enviado (cfr.Jn.13,20). A ver y conocer hay
que agregar el creer, signo eficaz de la fe, contacto y experiencia personal de Dios
por medio de Jesucristo, plenamente identificado con su Padre, uno con ÉL en su
ser, en su voluntad y su obrar. Sus palabras y obras, son palabras y obras del
Padre (v. 10). La eficacia de la fe son precisamente las obras que la corroboran la
actitud de creer. “Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos,
creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él
también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre (vv.
11-12). La fe y el conocimiento de Jesús, lleva a la acción, a las obras, signos de la
presencia de Dios en la sociedad. Si a esta fe, agregamos la oración, alma de la
comunión con Dios, se posee el arma para no sólo obtener gracias, sino que se
permanece en la misma unión que goza el Padre y el Hijo. Ahí es donde la oración
crea un espacio de comunión y unión con los Tres. Las obras de la fe y del amor
son fruto del ejercicio de la vida teologal y de la gracia de Dios. Las obras serán
florecidas en su amor, enseña Juan de la Cruz, sólo si contamos con el amor de
Dios, que nos viene de la comunión con el Hijo y con el Padre. El conocimiento del
Hijo asegura que las obras que hagamos sean la voluntad del Padre y hechas para
su gloria.
San Juan de la Cruz, en poético lenguaje nos exhorta a como las flores del campo,
nos dejemos bañar por la luz del amor y de la gracia divina, para dar frutos de esa
intimidad y comunión con el Padre y el Hijo: “La flor que tienen las obras y virtudes
es la gracia y virtud que del amor de Dios tienen, sin el cual no solamente no
estarían floridas, pero todas ellas serían secas y sin valor delante de Dios, aunque
humanamente fuesen perfectas. Pero, porque él da su gracia y amor, son las obras
floridas en su amor” (CB 30,8).
Padre Julio Gonzalez Carretti OCD