VI Domingo de Pascua, Ciclo A.
Rosalino Dizon Reyes.
Prontos para dar razón de vuestra esperanza (1 Pe 3, 15)
Jesús no deja huérfanos, indefensos, a los suyos. A imitación del Maestro, tampoco
dejan indefenso los discípulos a ningún prójimo.
Los elegidos de Jesús corresponden a su amor con amor afectivo y efectivo.
Cumplen los mandamientos de Jesús, acreditándose así amantes suyos, y se les da
otro defensor o abogado, el Espíritu de la verdad.
El Espíritu siempre está con los que pertenecen a Jesús y vive con ellos. La
convivencia lleva a la compenetración, a una intimidad cada vez más profunda con
Jesús, y al modo de actuar que es connatural a la vida que viene del Espíritu. La
presencia del Espíritu garantiza la presencia perceptible y vivificante de Jesús y del
Padre y, claro, del divino amor, tierno, cálido y revelador.
Teniendo siempre presente al Señor, los amados por Jesús permanecen firmes;
tienen toda la defensa que necesitan y necesitarán. No tienen necesidad ni de
mentiras ni de exageraciones para proteger la verdad. Practican lo que predican.
Pero, ¿me alientan realmente las palabras tranquilizadoras de Jesús? ¿No resulta
solo un tópico piadoso mi paráfrasis de ellas? Si no me conmuevo leyendo o
escuchando el evangelio de hoy día, ¿no será—entre otras razones—por cierta
familiaridad que genera la negligencia, e incluso el desdén, y por la rutina que me
convierte en «loro» en la oración?
Y será peor todavía si la razón por la que me siento indefenso es que yo mismo,
ensimismado, nunca he encontrado a nadie a quien defender. Esto será tan
lamentable como el no sentirme realmente perdonado por no perdonar al que me
ha ofendido, no experimentar la paz y la reconciliación porque, negándome a
perdonar al prójimo, permito que quede algo interponiéndose aún entre Dios y yo
(Dag Hammarkjöld).
Como Felipe, los que aman a Jesús no obstaculizan la gracia. Infunden esperanza a
los demás y así se ven que son conocedores del Señor, en quien tienen puesta la
confianza. Por atender a los miserables echados a la puerta se revelan amigos
íntimos de Jesús y tan bien anclados en el Evangelio que no pierden la esperanza
aun cuando les parezca que todo está a punto de perecer (Reglas comunes C.M.
II).
Los de Jesús no son como aquellos que no guardarían las enseñanzas mosaicas y
proféticas, aunque resucitara un muerto que los amonestase. Los verdaderos
discípulos viven más bien la consigna del Maestro que hagan ellos, en memoria de
él y según su ejemplo, lo que él ha hecho con ellos. Así dan testimonio de la
resurrección del que murió en la cruz, su única esperanza.
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