VI Domingo de Pascua, Ciclo A.
Rosalino Dizon Reyes.
El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía (Apoc. 19, 10)
No les pareció bien a los Doce descuidar la palabra para ocuparse de la viudas de
habla griega desatendidas en el suministro diario. Por lo que se propuso y se llevó a
cabo lo de la elección y la ordenación de los Siete. Lo sorprendente, sin embargo,
es que, después de la elección y la ordenación, no se mencionó nada más del cargo
de «servir en las mesas» de parte de los Siete. De hecho, dos de ellos, Esteban y
Felipe, se pusieron a predicar, asumiendo así la responsabilidad que pareció estar
dentro de la jurisdicción particular de los Doce.
De verdad, la divina Providencia nos sorprende. Parece que aun cuando Dios se
pone de acuerdo con nosotros, —como fue el caso, creo yo, referente al ministerio
de los Siete—, no siempre dispone que se desarrollen las cosas exactamente tal
como las tenemos propuestas, planeadas o esperadas. Y hay veces, por supuesto,
que los hombres proponemos de una forma y Dios dispone de otra. Los líderes
religiosos judíos, por ejemplo, propusieron eliminar a los primeros cristianos y, por
eso, los persiguieron. Pero lejos de impedir la palabra de Dios, imposible de
encadenar (cf. 2 Tim. 2, 9), la persecución la promovió. La persecución causó la
dispersión, y ésta a su vez abrió paso a la evangelización, pues, los dispersos,
como Felipe, predicaron por dondequiera que fueron (Hech. 8, 4). Y el que había
aprobado la muerte de Esteban y seguía respirando amenazas de muerte contra los
seguidores del Señor no alcanzó del todo la meta que se propuso porque Dios
dispuso de otro modo (Hech. 8, 1; 9, 1-5).
Así que los cristianos, por muy vulnerables que seamos, no tenemos motivo de
sentirnos como huérfanos. Dios dispone que a los que lo aman todo les sirva para
el bien (Rom. 8, 28). Aboga por nosotros el Espíritu de la verdad, el defensor dado
por el Padre a petición de Jesús. El Espíritu Santo le hace siempre presente en la
comunidad cristiana a Jesús resucitado, quien se identifica especialmente con los
perseguidos y los más vulnerables, los forjados en el fuego de las tribulaciones y
las crisis. Y estando Jesús con nosotros, está con nosotros, desde luego, el Padre
porque con él está Jesús.
No, los cristianos no tenemos la necesidad de ensimismarnos, preguntando cómo
mantendríamos nuestra identidad en un mundo del relativismo, por ejemplo, o
cómo sería la Iglesia del mañana. Además de las garantías mencionadas en la
lectura del Evangelio de hoy, tenemos otra que dice que el poder del infierno no
derrotará a la Iglesia, sean nuestros pastores y feligres o de la derecha, o del
centro, o de la izquierda (Mt. 16, 18). Estemos siempre prontos, sí, para dar razón
de nuestra esperanza a quienquiera que nos la pidiere; hagámoslo, sin embargo,
con mansedumbre, respeto y en buena conciencia. Nuestra buena conducta en
Cristo es el mejor testimonio y compele más que las amenazas, sanciones,
coerciones, represiones y restricciones.
Antes que nada y sobretodo, tenemos que amarle a Jesús, aceptando sus
mandamientos y guardándolos y tomándole —de acuerdo con el pensamiento y
comportamiento de San Vicente de Paúl— por regla de la vida y de la misión (I,
320;XI, 429). Sin este amor, Jesús no se nos revelará. Y la falta de visión y
conocimiento tanto de Jesús como del Padre y del Espíritu Santo querrá decir ser
tan ciego como los guías ciegos a los cuales se le quitó el reino de Dios que luego
se dio a otro pueblo que produjese sus frutos (Mt. 21, 43; 23, 16).
Y, claro, quien no discierne el cuerpo de Cristo, come y bebe el juicio de Dios sobre
sí mismo (1 Cor. 11, 29).
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