VI Domingo de Pascua, Ciclo A.
Tito Romero, C.M.
La obediencia es libertad
Hace poco, cuando hablaba con mis alumnos sobre libertad, les puse como ejemplo
la decisión de Jesucristo de vivir conforme a la voluntad de Dios. Uno de los
alumnos creyó encontrar en mi ejemplo una contradicci￳n y me replic￳: “Profe,
¿c￳mo una persona que hace la voluntad de otro puede ser libre?” Gracias a la
intervención maravillosa de este alumno, pude encontrar la introducción propicia
para la reflexión del evangelio de este sexto domingo de pascua.
Empecemos respondiendo la pregunta de mi alumno: A una persona que vive
sujeta a la voluntad de otra, es decir, a una persona que vive obedeciendo, ¿se le
puede considerar libre? Si entendemos la libertad desde el punto de vista civil,
como la entienden los diccionarios por ejemplo, o sea, como una ausencia de
límites, como el hecho de hacer lo que a uno le plazca sin que nada ni nadie nos dé
indicaciones de ningún tipo, entonces encontraremos una dificultad para responder
afirmativamente a la pregunta. Pero, si entendemos la libertad desde el punto de
vista antropológico, filosófico y hasta religioso, entonces se nos hará más fácil
encontrar una relación armoniosa entre la obediencia y la libertad. Ya es sabido que
la libertad no es solo la “ausencia de normas” ni “libre albedrío”. Cuando se habla
de la libertad como el acto de “hacer la propia voluntad”, se refiere a la capacidad
que tiene todo ser humano a elegir, a optar, a escoger y decidir su propio destino.
Solo desde este punto de vista se entiende que una persona pueda elegir hacer la
voluntad de otro y aun así seguir siendo libre. Cuando una persona decide
obedecer, sujetarse a ciertas normas, cumplir ciertos criterios por su propia
voluntad, entonces está ejercitando su libertad, está haciendo uso de su capacidad
de elegir. Y la persona que puede elegir, es libre; y la persona que es libre, es más
plena, más feliz, más persona. El mejor ejemplo de esto es la actitud de Jesucristo.
Él lleg￳ a decir en algún momento que “su alimento es hacer la voluntad del que lo
envi￳” (Jn 4,34). Es curioso que Jesús diga que obedecer a su Padre era como “su
alimento”, es decir, algo que le agradaba, se￱al de que se sentía bien haciéndolo.
Esto solo se puede entender si tenemos en cuenta que Jesús, desde el inicio de su
ministerio, decidió libremente someterse a esa voluntad de Dios. Jesús fue libre, y
fue libre obedeciendo, y fue feliz.
Ahora bien, ¿qué mueve a una persona a elegir someterse a la voluntad de otro?
Nadie hace esto sin una motivación. Ninguna persona en su sano juicio puede
obedecer a un desconocido, por ejemplo. Nadie puede hacer la voluntad de alguien
que es un bandido, un injusto o u caprichoso. Tiene que haber una relación
cercana, profunda, sincera y de confianza para que a uno le nazca someterse a
alguien y seguir siendo libre y feliz. Y la única realidad que puede crear estas
condiciones entre dos personas es el amor. Solo el amor incondicional, al estilo del
amor que Jesús y el Padre se tienen, puede lograr que la obediencia sea
manifestación de la libertad de una persona. Por ejemplo, si una persona que amo
me pide un favor o me da una orden, el amor que siento hacia ella hará que asuma
esa voluntad como una ley, y debería encontrar una felicidad en realizarla, no por
obligación, sino como manifestación del amor que siento. Es lo mismo que hace una
mamá con su hijo pequeño, un esposo con su esposa y viceversa, unos amigos si lo
son de verdad; todas estas personas son felices al cumplir los deseos de los que
aman, y nadie objetaría que son personas libres. Esto completa la definición de
libertad: la capacidad de elegir someterse (obedecer) a la voluntad de otro “por
amor”.
Dicho esto, comprenderemos mejor la frase central del evangelio de este domingo
que se repite hasta dos veces. Dice Jesús: “Si me aman, guardarán mis
mandamientos” (Jn 14,15.21). Los mandamientos son la voluntad de Dios escrita
en forma de ley. Es lo que Dios quiere que hagamos, cómo quiere que vivamos. La
persona que ama a Dios debería, libremente y como expresión de su amor, vivir y
cumplir esos mandamientos. ¿Cómo puede una persona decir que ama a Dios y no
cumplir lo que él le pide? Esto es, a simple vista, una contradicción. El verdadero
amante de Dios demuestra ese amor haciendo su voluntad, como lo hizo Jesucristo.
Y más aún, esa misma persona encontrará la felicidad, la plenitud de su vida,
obedeciendo a Dios, porque los mandamientos son indicaciones para ser feliz, algo
así como los tips para encontrar la realización plena. Y es que la voluntad de Dios,
su deseo, es que el hombre sea feliz.
Los verdaderos amantes de Dios son felices haciendo lo que Dios desea. Eso es lo
que encontramos, por ejemplo, en las otras dos lecturas de este domingo. En la
primera (Hch 8,5-8.14-17), vemos cómo los apóstoles cumplieron con alegría el
mandado de ir por todo el mundo a anunciar el evangelio. En la segunda (1 Pe
3,15-18) escuchamos a Pedro exhortar a los cristianos a cumplir aquellos consejos
de Jesús de ser mansos y humildes, de poner la otra mejilla, de perdonar y amar a
los que nos injurian. No me imagino a los cristianos de aquellas épocas
obedeciendo a Dios a regañadientes. Más bien, me los imagino felices yendo de un
lugar a otro, sonriendo después de cada calumnia, felices de obedecer a Dios
incluso en medio de los ultrajes; es decir, me los imagino libres: “Entonces
llamaron a los apóstoles; y, después de haberlos azotado, les intimaron que no
hablasen en nombre de Jesús. Y los dejaron libres. Ellos marcharon de la presencia
del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el
Nombre” (Hch 5,40-41). Si estos hombres no amaran a Dios, no se hablara de ellos
de esta manera.
Amigos míos: la obediencia también es signo de libertad si y solo si es evidencia de
un amor profundo. El que ama a Dios elige vivir como él pide, y viviendo así se
sentirá feliz. No caigamos en el error de muchos que piensan que se es libre
mientras menos intervenga Dios en la vida. Es Dios, más bien, quien puede
potenciar nuestra libertad. Él, con la ayuda que se nos promete en este mismo
evangelio (“Yo le pediré al Padre que les dé otro Defensor que esté siempre con
ustedes, el Espíritu de la verdad”, Jn 14,16), hará que seamos felices si decidimos
libremente vivir según su voluntad. Ojalá decidamos vivir según la voluntad de
Dios. Y ojalá que haga que el alumno que me hizo la pregunta del inicio lea esta
reflexión, para que junto con ustedes que la acaban de leer, entienda, decida,
obedezca, sea libre y sea feliz.
l cuarto domingo de pascua de cada año es el Domingo del Buen Pastor. Ese día
solemos leer en el evangelio aquella hermosa parábola en la que Jesús se
autodenomina el Pastor de las ovejas, usando una imagen ya conocida desde la
época del Antiguo Testamento: Dios es como un pastor y su pueblo es su rebaño
(Cf. Ez 34). Todo el discurso sobre el Buen Pastor (Jn 10) está compuesto en forma
de parábola, y como toda parábola contada por Jesús, hay que interpretarla para
hallar el mensaje que quiere comunicar. Empeñémonos en eso.
La parábola del Buen Pastor está dividida en tres partes: en la primera, que
corresponde a la lectura de este domingo, Jesús se compara con la puerta del corral
de las ovejas; en la segunda parte, Jesús explica su figura de pastor; y en la parte
final, se habla de las ovejas. Nos corresponde, entonces, reflexionar sobre la
primera parte de la parábola, que corresponde a la lectura del evangelio del cuarto
domingo de pascua del ciclo A, el ciclo en el que estamos.
Si leemos este texto desde unos versículos antes, nos damos cuenta de que el
contexto en el que Jesús pronuncia la parábola del Buen Pastor es de controversia
con los fariseos (en el capítulo anterior, Jesús está discutiendo con los fariseos a
raíz de la curación del ciego de nacimiento, Jn 9). Es a ellos, entonces, a los que
Jesús básicamente dirige esta comparación. Ya hemos dicho que en esta primera
parte Jesús habla de la puerta del corral de las ovejas. Comienza diciendo que “el
que no entra por la puerta en el corral de las ovejas, sino que salta por algún lado,
ése es un ladrón y un salteador. El que entra por la puerta es el pastor de las
ovejas” (Jn 10,1-2). Si tomamos en cuenta la manera de actuar de los fariseos, a
los que se dirige Jesús, que solían prácticamente asaltar el corazón y la fe del
pueblo con normas y amenazas para que éste cumpliera con sus preceptos
religiosos, resulta claro que la alusión al ladrón que pretende entrar en el corral por
un lugar falso, está referida a ellos. En efecto, la religión y la fe nacen por
convencimiento, no por obligación, como pensaban los fariseos. No se puede amar
a Dios por decreto ni al prójimo por obligación. Pretender obligar a una persona a
cumplir con ciertos deberes religiosos para ser considerada “buena o religiosa” es
casi un atentado contra la libertad; es como querer meter a Dios en el corazón de
la gente por la fuerza. Dios no entra así. Él no nos fuerza a creer en él. La religión
no se impone. Quien actúa de esa manera, es como un ladrón y salteador, un
asaltante de la fe. Jesús desenmascara la manera de actuar de sus adversarios y a
la vez se coloca como modelo. Él no entra por la puerta falsa al corazón de la
gente, él entra por la puerta real, y de esta manera se autodefine como el pastor
verídico de las ovejas. Jesús nunca obligó a nadie a creer en él (recordemos, por
ejemplo, el caso del joven rico, Mt 19), más bien invitaba a la gente a seguirle,
pero eran ellos los que debían decidir. Jesús proponía un proyecto y a la vez daba
razones para que se confíe en él (sus discursos, sus milagros, su manera de vivir).
Cuando una persona se convencía de que el proyecto de Jesús era real y
beneficioso, gracias a las evidencias que él mismo mostraba, y se decidía a
seguirle, entonces Jesús se convertía en su pastor, un pastor que entró en su
corazón por donde debía, por el convencimiento, por la razón, por el cariño.
Dicho esto, es bueno que hagamos un alto a la reflexión bíblica para analizar
nuestra fe. ¿En qué se basa nuestra vida religiosa? Responder a esta pregunta es
importante, porque es casi como determinar qué clase de ovejas somos o quién es
en realidad nuestro pastor. Ya sabemos que el verdadero pastor, Jesús, entra al
corazón por el convencimiento y no por obligación ni la amenaza. Si tenemos una fe
basada en el cumplimiento obligatorio de normas y preceptos, entonces quizá Jesús
no sea nuestro verdadero pastor, sino la propia ley. Y cuando las leyes, incluso las
religiosas, determinan nuestra manera de vivir, entonces ya no somos libres, nos
han robado esa libertad que Dios nos dio, nos han asaltado. No es religiosa la
persona que cumpla más preceptos: ayunos, limosnas, rosarios, misas,
jaculatorias, etc. Todas estas prácticas no tienen sentido si se hacen por obligación
o por un apetito de figuración. Pero si nuestra fe se basa en el cariño y confianza a
Jesús, a su persona y a su proyecto, entonces él sí es nuestro pastor. Jesús es el
que debe guiar nuestra vida con sus palabras, sus mensajes, su manera de pensar
y entender el mundo. Él debe ser “el pastor que camina delante de las ovejas y las
ovejas le siguen porque conocen su voz”, como dice la misma lectura (Cf. Jn 10,4).
Una persona verdaderamente religiosa es la que tiene a Jesús en el primer lugar de
su vida, no a los preceptos. Más bien, quien tiene a Jesús como su pastor, como el
guía de su vida, entonces lo escucha, le tiene confianza y le ama; y ese amor lo
lleva a vivir como él, a obedecerle, no por obligación, sino por convencimiento,
como una prueba de amor. Solo de esta forma tienen sentido los preceptos
religiosos. El cumplimiento de las prácticas religiosas solo se explica como una
demostración del cariño y confianza que le tenemos a Jesús, nuestro pastor, al que
escuchamos, queremos y confiamos.
Volvamos al texto bíblico. Una vez que Jesús hizo esta comparación, se dio cuenta
de que sus interlocutores no la habían entendido (Cf. Jn 10,6), por eso se vio en la
obligación de profundizar más en ella. Ahora da un paso más en la alegoría de la
puerta: “Yo soy la puerta de las ovejas… El que entre por mí estará a salvo; entrará
y saldrá y tendrá alimento” (Jn 10,7.9). Ya no se trata solo de que entrar en el
corazón de la gente por el convencimiento; ahora Jesús afirma que le puede dar al
ser humano que lo elija (es decir, que se haya convencido de que vale la pena
tenerlo como pastor), lo que otras realidades y otras personas nunca podrán:
seguridad (“el que entre por mí estará a salvo”), libertad (“entrará y saldrá”) y
además nunca le faltará nada (“y tendrá alimento”). Es cierto, solo con Jesús el ser
humano puede llegar a su plenitud. La persona solo es persona cuando tiene a
Jesús como su pastor, porque solo él puede colmar nuestras necesidades, tanto
materiales como espirituales: necesidad de seguridad, de felicidad, de libertad, de
cariño, que son precisamente las realidades que nos definen como personas. Quien
se ha convencido de que vale la pena seguir a Jesús en vez de tener como norma
de su vida a las cosas materiales, a los preceptos y a otras personas, entonces
puede decir junto con el salmista de este domingo: “Si el Se￱or es mi pastor,
entonces ya nada me falta” (Sal 21); si tengo a Jesús, entonces ya no necesito
más.
Queridos amigos: Jesús debería ser a la vez el pastor de nuestra vida y nuestra
puerta de acceso a la plenitud. Pero él no invade nuestra vida, más bien pide
permiso para entrar. Jesús toca la puerta de nuestro corazón para que lo dejemos
entrar. Si sabemos que al entrar en nuestra vida, puede satisfacer todas nuestras
necesidades, entonces debemos dejarle la puerta de nuestro corazón siempre
abierta. ¡Pasa Jesús, la puerta de mi corazón está abierta! ¡Entra en mi vida, y
siéntete como en tu casa!
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