Solemnidad. La Asunción del Señor, Ciclo A.
Rosalino Dizon Reyes.
La riqueza de gloria que da en herencia (Efes 1, 18)
Jesús ha vivido haciendo el bien. Ahora que se le viene encima la hora, deja claro
que la razón de su tránsito del mundo al Padre coincide con su razón de vivir. Los
discípulos estarán donde está el Maestro si andan por el camino de liberalidad
abnegada.
Muere Jesús así como ha vivido, es decir, amando eficazmente. Entrega el espíritu,
desvelando la anchura y longitud, la altura y profundidad, la grandeza y
preeminencia de su amor. Ama con la fuerza de sus brazos extendidos en la cruz y
de sus manos y pies clavados a ella, y con el sudor sangriento de su frente.
Levantado, se conoce como el unigénito del que se llama «Yo soy». Por eso, él no
hace nada por su cuenta, sino que habla como su Padre le enseña. Por la misma
razón, se le ha dado todo poder celestial y terrenal.
Nos conviene, además, que se vaya Jesús. Su partida da paso a que recibamos el
máximo regalo, la fuerza para dar testimonio. Sin el Espíritu no tenemos a nadie
que nos despierte del estupor, nos haga percibir la presencia de Jesús, nos
defienda, nos recuerde todas las instrucciones de Jesús, nos guíe a la verdad plena,
nos espabile y abra el oído para que comprendamos y aceptemos incluso las
enseñanzas duras.
Subiendo a lo alto, pues, Jesús se entroniza como el mejor y el más generoso
amante. Y realmente, no sea que el hecho hombre por nosotros ascienda al cielo
con su propia humanidad, llevando consigo a todos los de su misma raza (san
Gregorio de Nisa), dificilmente captamos que solo quienes se humillan y se
consumen por el amor serán enaltecidos y llegarán hasta la plenitud consumada.
Sí, la salvación, al igual que la realización personal, está en la muerte de Jesús, la
cual significa dependencia total de Dios y solidaridad inquebrantable con los
desvalidos. Así lo expresa san Vicente de Paúl: «No podemos asegurar mejor
nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los
brazos de la Providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a
Jesucristo» (III 359).
Los de Jesús se fían de Dios absolutamente. Por eso, no les gusta la
autocomplacencia. Tampoco toman ninguna limitación por obstáculo, ni aun la
edad, si bien, a causa de su celo, se sienten mal por no poder ayudar a otros
necesitados que les esperan en otros lugares. Entregan todo, incluso el cuerpo y la
sangre. Viendo a Jesús en los pobres como en un espejo, luego conocerán tan plena
y extáticamente como son conocidos.
Con permiso de somos.vicencianos.org