Solemnidad. La Asunción del Señor, Ciclo A.
Rosalino Dizon Reyes.
Gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención
de nuestro cuerpo (Rom. 8, 23)
Las apariciones e instrucciones del Jesús resucitado a los apóstoles durante
cuarenta días —por no mencionar las lecciones que se les enseñaban por un
período más largo antes de su muerte— no eran suficientes, por lo visto, para que
ellos adquiriesen mejor y mayor comprensión. Hasta el final parecían estar en un
atasco sobre un asunto que ya no debía atañer, dadas las enseñanzas anteriores
(Mc. 13, 32; Lc. 19, 11; 21, 7), y preguntaron: «Señor, ¿es ahora cuando vas a
restaurar el reino de Israel?» Parece que su preocupación tanto por el esperado
pleno restablecimiento del pueblo judío como por la buscada derrota de los
invasores, y quizás por los ambicionados puestos de honor y poder, les impidió
acertar el grano de la instrucción de Jesús sobre el cumplimiento de la promesa del
Padre. Aun después de la aclaración que Jesús había hecho, la comprensíon de los
apóstoles se manifestó bastante incierta, pues, se quedaron ahí plantados mirando
fijos al cielo, como si no hubieran oído nada sobre la obligación de ser testigos del
Jesús resucitado, una responsabilidad para el tiempo interino de la ascensión del
Señor y el previsto por ella, el advenimiento glorioso del mismo Señor.
Creo que los cristianos de hoy, no menos que los apóstoles y los primeros
discípulos, nos mostramos un tanto torpes y necios para comprenderle correcta y
debidamente a nuestro Señor. Me parece a mí que nuestra formación cristiana es
de verdad un proyecto o una tarea para toda la vida y que realmente ha de
reformarse siempre la Iglesia que somos nosotros. Seguimos necesitando a
alguien que nos desee: «Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la
gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo».
Por ejemplo, ¿acaso no nos dejamos, no rara vez, que lo que nos interesa tiña
nuestra visión o influya en nuestra audición de tal forma que acabamos viendo u
oyendo sólo lo que queremos ver u oír? O, ¿los miembros de la Iglesia, no nos
absorbemos tanto quizás en defenderla a toda costa como un establecimiento que
forma parte de nuestra identidad nacional o cultural, y nos confiere seguridad
personal y social, que nos queda ya poca energía para procurar que ella sea
verdaderamente el cuerpo y el testigo del Jesús resucitado, y se manifieste como el
sacramento fundamental que hace presente en el mundo al que es el sacramento
primordial, y cumpla, a pesar de cierta vacilación, con su misión de ir y hacer
discípulos de todos los pueblos?
O, ¿sería que tenemos mucho que perder y tenemos miedo de perder lo que
tenemos? ¿Acaso no nos hemos hecho demasiado gordos por lo mucho que
poseemos y anhelamos poseer, incluyendo el engreimiento o los aires que nos
damos, que nos caemos por nuestro propio peso y no podemos ascender? Para
subir, por medio siquiera de la oración, —a la que nos debemos dedicar, como lo
hicieron los congregados en el aposento alto, junto con las mujeres y los hermanos
de Jesús y su madre María, para que seamos capaces de todo, como lo dijo san
Vicente de Paúl (XI, 778)—, uno tiene que ser ligero y pobre, uno debe vaciarse de
sí mismo y desprenderse de todo y depender de Dios en absoluto (XI, 138-142,
236, 336-341, 536, 668).
Y, como se nos enseña repetidamente, los pesados, ricos y altivos se quedan abajo,
tirados en el suelo, hambrientos, derrocados de sus puestos altos. Los pobres, por
otra parte, se sacian de la carne y la sangre del más Pobre de todos, cuya muerte
se proclama hasta que él venga, ejercitándose así ellos ahora en susodicha
alabanza, por usar las palabras de san Agustín de Hipona, para hacerse idóneos de
la vida futura de sempiterna alabanza de Dios. Con permiso de
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