Comentario al evangelio del domingo, 1 de junio de 2014
Hasta los confines del mundo, hasta el fin de los tiempos
Lucas escribió sus cartas a Teófilo (el amigo
de Dios), el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles, con una fuerte voluntad pedagógica y, por eso
mismo, con mentalidad sistemática. Lucas no abre un ciclo hasta que cierra el precedente. Así, tras el
acontecimiento de la Resurrección, se abre un ciclo breve, pero de extraordinaria densidad, que se
cierra precisamente con la Ascensión del Señor, que abre el siguiente ciclo, cuyo protagonismo lo tiene
el Espíritu Santo y la actividad misionera de la Iglesia. Este ciclo que se cierra hoy es el de las
intensísimas experiencias de encuentro con el Señor resucitado. Fue un tiempo en el que, pese a sus
muchas dudas y reticencias, los discípulos comenzaron a comprender las Escrituras a la luz novedosa
de las palabras de Jesús, que ahora empiezan a entender también de una manera nueva; es además el
tiempo en que descubren el valor, el significado y la fuerza de la fracción del pan, que, posiblemente
durante la última cena no consiguieron descifrar. Precisamente en la fracción del pan y en el recuerdo
de las palabras de Jesús tuvieron las principales experiencias de presencia del Resucitado. Y, a su luz,
también las multiplicaciones de los panes, las comidas de Jesús con los pecadores, el mismo lavatorio
de los pies adquirieron para ellos un sentido nuevo, que antes les había estado vetado. Por fin, este es el
periodo en el que, al hilo de estas experiencias, la comunidad, que se había dispersado tras la muerte de
Jesús, presa del pánico por el espantoso final del Maestro, vuelve a reunirse, a recomponerse de una
manera que ni los mismos discípulos pueden explicar de otra manera que por la convocatoria que el
mismo Señor Resucitado les va haciendo.
La intensidad de este tiempo, la enorme fuerza de esta luz debieron ser tales, que los discípulos sentían
la presencia inmediata, palpable del Maestro. Y, aunque el temor inicial debía frenar la capacidad de
reconocerlo, la fuerza de la evidencia de la Resurrección acabó por disipar el temor y dio paso a la
alegría y al valor para salir y testimoniar.
Realmente, no es posible concebir un periodo tan intenso y fundamental sin una especial acción del
Espíritu Santo. Así lo entiende Juan, para el que las apariciones del Resucitado y la transmisión del
Espíritu Santo son algo simultáneo (cf. Jn 20, 22). Pero Lucas, en su voluntad de sistematizar la
historia de salvación y sus etapas, distingue el primer periodo postpascual del tiempo de la misión,
aunque tampoco los concibe como compartimentos estancos. Por un lado, vemos que, pese a todo,
algunas dudas e incomprensiones continúan (como lo muestra la pregunta que le dirigen a Jesús: “¿Es
ahora cuando, por fin, vas a restaurar…?”). Y es que el fundamento no es el edificio entero. El tiempo
que se va a abrir ahora, el tiempo de la misión y del Espíritu Santo, sigue siendo un tiempo de
aprendizaje y profundización, en el que la Iglesia irá perfilando el contenido del mensaje recibido de
Jesús, y también la organización de la comunidad. En este sentido, hay que tener cuidado con un cierto
arcaísmo bastante de moda en ciertos círculos eclesiales, que tiende a descalificar como inauténtico,
discutible o prescindible todo desarrollo eclesial que no pueda encontrarse directamente en aquella
primerísima comunidad postpascual. Curiosamente los defensores de este arcaísmo, que pone en
cuarentena todo progreso eclesial, suelen considerarse a sí mismos “progresistas” (un término del que
confieso desconocer su verdadero significado; a veces me parece que no tiene ninguno). Pero tenemos
que creer que las promesas de Jesús de enviarnos a otro defensor que nos lo enseñará todo (cf. Jn 14,
16. 26), y de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, son verídicas y eficaces; y
tenemos que creer también que la Iglesia, asentada en el firme fundamento apostólico de los que
acompañaron a Jesús y fueron testigos de su resurrección, se desarrolla, a pesar de los pesares (y los
pesares son muchos) bajo la guía del Espíritu Santo y la presencia de Jesús.
En esta clave podemos entender también la Ascensión del Señor. Es un movimiento ascensional, pero,
como es fácil entender, no en sentido físico: Jesús no subió “a la nubes”, sino al Padre; tenemos que
entender esta ascensión en sentido cualitativo: es una llamada a crecer, a no quedarnos parados, a
aspirar a los bienes superiores que Jesús ha descubierto para nosotros. Y es que la Ascensión del Señor
es la elevación de la humanidad de Jesús: en Él la humanidad entera tiene la ocasión de crecer,
desarrollarse y aspirar a los valores y los bienes definitivos, los que realmente salvan al hombre. Y lo
que celebramos los cristianos hoy es que la aspiración a esos bienes superiores no es una quimera, una
utopía inalcanzable, un sueño de adolescentes sin sentido de la realidad. Son posibles en Cristo; y esto
significa que son posibles si no se reducen a una huera reivindicación de que otros nos otorguen el
objeto de nuestro deseo, sino si nosotros mismos estamos dispuestos, como Jesús, a dar la vida por
hacerlos realidad.
Así pues, Jesús nos invita a crecer y nos muestra el camino. Él mismo es realmente el camino, pues es
siguiéndole a Él como el hombre puede hacer fructificar sus posibilidades mejores.
Entendemos ahora por qué este ascender de Jesús al Padre no es un alejamiento: Jesús no asciende para
alejarse, para abandonarnos. Al contrario, al subir al Padre, Jesús está abriendo el camino, uniendo el
cielo (Dios) con la tierra. Es el complemento necesario del abajamiento (cf. Flp 2, 7) de la encarnación,
cuando trajo la divinidad al mundo. Ahora eleva la humanidad al cielo, esto es, al Padre. Porque Jesús,
con su Ascensión, no ha renunciado a su encarnación, no ha abandonado la carne. Jesús, Palabra de
Dios hecha hombre, muerto y resucitado, ha adquirido un compromiso permanente con la carne que
somos: vuelve al Padre porque es Hijo, pero vuelve al Padre como hombre, abriendo así para todos el
acceso a Dios.
Y es que este nuevo periodo tras la Ascensión es, además, un tiempo abierto que no conoce límites, ni
geográficos (“Jerusalén, Judea, Samaria y hasta los confines del mundo”), ni temporales (“estoy con
vosotros hasta el fin de los tiempos”). El periodo que abre la Ascensión y, sobre todo, Pentecostés
llega hasta aquí, hasta el día de hoy y sigue adelante. En él seguimos experimentando la presencia del
Señor en el Espíritu y por medio de la Palabra y la fracción del pan, que condensaron las experiencias
postpascuales y congregaron a la comunidad, y que nosotros hemos recibido de aquella primera
generación apostólica como depósito de la fe. El compromiso de Jesús no lo es sólo con “los suyos”
(los discípulos de primera hora), sino que estos últimos son heraldos y testigos que no pueden quedarse
para sí los admirables misterios que han conocido y experimentado en el periodo entre la Resurrección
y la Ascensión: no pueden quedarse ahí, parados, mirando al cielo, sino que tienen que ponerse en
camino. Crecer (ascender) significa también caminar, mirar hacia adelante, encarar el futuro, para
testimoniar, compartir y transmitir a todos los hombres, a todos los pueblos, y a lo largo de toda la
historia la buena noticia de que Dios está con nosotros, de que no nos ha arrojado a la existencia y
luego nos ha abandonado a nuestra suerte, sino que ha venido a visitarnos, se ha compadecido de
nosotros, ha padecido por nosotros y ha vencido en su propia carne y por todos nosotros a nuestros
grandes y mortales enemigos: el pecado y la misma muerte, y de esta manera nos ha abierto el camino
que conduce al Padre.
Ese ir por todas partes, hasta los confines del mundo y hasta el final de la historia, es la tarea de los
discípulos de Jesús, es, en realidad la tarea del mismo Cristo, que nos envía allí a donde quiere ir él
mismo (cf. Lc 10, 1), y que al enviarnos sigue siendo guía y camino, y que está cada día “todos los
días”, es decir, cada día, en su Palabra y su Pan partido, y hasta el final del mundo, es decir, del todo y
sin condiciones.
José María Vegas, cmf