Solemnidad. La Asunción del Señor, Ciclo A.
Tito Romero, C.M.
Hasta los confines de la tierra
Han pasado algunas semanas desde que escuchamos el anuncio de que el sepulcro
donde habían colocado el cuerpo exánime de Jesús estaba vacío (Cf. Jn 20,2).
Durante estos días de Pascua Jesús se ha aparecido muchas veces a sus discípulos
para acrecentar su fe y activar su ánimo. También hemos escuchado al Maestro,
durante estos domingos, explicarles cómo deben vivir cuando ya no esté con ellos.
Y hace poco, hemos escuchado sus últimas instrucciones. Ahora, cuando la llegada
del Enviado del Padre es inminente (Cf. Lc 24,49) y con ella la garantía de la
continuación de su misma misión, Jesús se aleja físicamente de los suyos.
La fiesta de la Ascensión del Señor, que celebramos este domingo, nos transporta a
ese momento culminante de la vida de Jesús por esta tierra. Después de unas
cuantas recomendaciones finales muy importantes, Jesús “fue llevado al cielo” (Lc
24,51b). Esto es lo que significa la Ascensión: Jesús vuelve a la Casa del Padre, a la
Gloria de Dios que dejó al encarnarse (Cf. Flp 2,6). Es lo que comúnmente
denominamos “Cielo”. La Ascensión es la fiesta de Jesús que vuelve al cielo, pero
sin dejar plenamente la tierra: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el final
de la historia” (Cf. Mt 28,20b). Ahora bien, cuando los escritores bíblicos usan el
verbo “subir” o “ascender” para graficar este momento, o la imagen de Jesús
desapareciendo en lo alto cubierto de nubes (Hch 1,9), hay que tener en cuenta
que su cosmología hebrea consideraba que el Cielo, la morada de Dios, quedaba en
la parte superior del cosmos. En realidad, lo que llamamos “ascensión” de Jesús
simplemente quiere decir que Jesús volvió donde su Padre Dios, al Cielo, que no
necesariamente es un “lugar” que queda “arriba” de nuestro mundo. El Cielo es una
“realidad” donde la característica principal es estar con Dios en una comunión plena
y eterna. Esta última idea encaja mejor con nuestra fe que asegura que Dios está
en todas partes y que Jesús no se separa nunca de nosotros. Pero, las palabras de
Jesús al momento de despedirse nos sugieren que el mensaje central de esta fiesta
va más allá de la idea de que Jesús está ya al lado de su Padre.
Cuando el libro de los Hechos de los Apóstoles cuenta el relato de la Ascensión,
concluye con una frase extraña. Dice el texto que los discípulos se quedaron
mirando fijamente al cielo mientras Jesús se alejaba de ellos. De repente, unos
hombres vestidos de blanco les dijeron: “Amigos galileos, ¿qué hacen ahí mirando
al cielo?” (Hch 1,10-11). Ésta es la tentación típica en la que solemos caer los
cristianos cuando recordamos la Ascensión de Jesús: quedarnos solo con la imagen
de Jesús alejándose entre nubes, viéndolo entrar en el Reino de su Padre, y
olvidarnos del mensaje central que está contenido en las últimas palabras que
pronunció Jesús a sus discípulos antes de desaparecer: “Vayan, entonces, y hagan
que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he
mandado.” (Mt 28,19-20a). No cabe duda: las palabras finales de Jesús a sus
discípulos tienen una clara intención misionera. No es casualidad, entonces, que los
demás evangelios sinópticos también coloquen como las últimas palabras de Jesús
aquellas que envían a sus seguidores a proclamar la Buena Noticia por todo el
mundo y a hacer que todos los pueblos se bauticen y sean sus discípulos (Cf. Mc
16,15 y Lc 24,47). Podemos concluir, entonces, que la intención de celebrar la
fiesta de la Ascensión del Señor no es tanto imaginar a Jesús subiendo por entre las
nubes; es más recordar el mandato misionero que hemos recibido todos los
cristianos de llevar la salvación que otorgó Jesús a todo el mundo.
La primera lectura de este domingo resume la intención de esta celebración con el
siguiente versículo: “Ustedes serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en
Samaría y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Dos cosas importantes se
destacan en este texto. En primer lugar, Jesús quiere que todos sus seguidores
seamos sus “testigos”, es decir, que demos testimonio de la vida, obra y
salvación de Jesús. Las personas que aún no lo conocen deben creer en Él por
nuestro testimonio, lo cual nos obliga a llevar una vida cristiana intachable si
queremos cumplir con este deseo de Jesús. Por esta razón Jesús se preocupó tanto
por dejar en claro a su comunidad que el amor debe ser su toque de distinción,
porque el mundo solo cree y escucha a los que demuestran mucho amor. En
segundo lugar, es misión nuestra hacer que en todos los rincones del mundo se
conozca y se hable de Jesús. Ese es el significado del mandato de predicar
comenzando por Jerusalén hasta los confines del mundo. Aún hoy existe mucha
gente que no conoce a Jesús, por tanto, aún no podemos decir “misión cumplida”.
Estando cercana la fiesta de Pentecostés, debemos recordar que los cristianos no
estamos solos al momento de cumplir la misión que nos encomendó Jesús. El
Espíritu Santo es la “fuerza” (Cf. Hch 1,8a) que nos ayudará a ser verdaderos
testigos de Jesús y a predicar su Buena Noticia. Hoy ya no debemos empezar por
Jerusalén sino por nuestra propia casa, con nuestras familias, para seguir con
nuestros barrios, nuestros lugares de estudio y de trabajo, nuestras ciudades y
países, para llegar, ahora sí, hasta todos los “confines de la tierra”.
Con permiso de somos.vicencianos.org