Los latinoamericanos en un continuo Pentecostés.
Domingo de Pentecostés
Sentirse en Pentecostés es volver a sentir la llamada de Cristo en los inicios de
su vida pública en una fresca mañana en la antigua Galilea: “Sígueme”. Nunca
pudieron olvidarse sus amigos de ese llamado que se renovaba cada mañana
cuando emprendían su empresa evangelizadora mientras seguían escuchando al
Maestro que los llamaba a ir más y más adentro en el mar de la misericordia del
Dios de los cielos que los había escogido entre todos los hombres para ser sus
discípulos. Y el llamado de Cristo se hacía plenamente intenso en aquella tarde
de su Resurrección cuando pudo estar nuevamente entre aquellos que él había
llamado, trayéndoles ya no sólo su presencia de resucitado, del que vuelve a los
suyos para no separarse nunca más de ellos, sino también la fuerza y la alegría
del Espíritu Santo que los convertiría en discípulos, siempre tendrían que ser
discípulos, pero desde entonces, también en misioneros de su gracia, de su
perdón y de su misericordia.
Ese llamado de Cristo: “Sígueme” es el mismo que sigue lanzando a cada uno de
los que vamos caminando por los caminos de Latinoamérica, para pedirnos
detener el camino y encontrarnos de tú a tú con Él que sigue presentándose
entre los suyos pleno de alegría y de amor.
Y para el que se detenga y quiera responderle, vendrá gozosamente para él un
cambio y la aceptación de una nueva vida, que implica un morir al pecado para
vivir en la libertad, en el amor y en la entrega por el bien de los demás. Es algo
que nos cuesta entender, pues nos habíamos imaginado que ir tras de Cristo nos
traería la prosperidad, la tranquilidad y el sosiego, sin más ni más. No pensaba
así ni San Juan Pablo II, ni San Francisco, ni San Pío de Pietrelcina. Todos ellos
experimentaron una conversión que les llevó a recorrer los caminos del mundo
aunque fuera en dolor y en cruz.
Pero ahí no termina todo, quien se ha encontrado con Cristo, quien ha
convertido su corazón a él tiene entonces la necesidad de experimentar su
comunión, convertido en discípulo, una comunión que deberá hacer patente en
su familia, en su parroquia en su trabajo, en sus diversiones, en su noviazgo e
indudablemente en su vida matrimonial. Qué bello panorama presentará nuestro
México y nuestra América cuando tengamos cristianos que se hayan encontrado
con Cristo, que le hayan dicho que sí, un sí franco como fue el sí de María, que
vivan en constante unión con él. Desde entonces, se convertirían en auténticos
misioneros, plenos de amor al Salvador, vibrantes con el amor al prójimo,
unidos, plenamente unidos a sus pastores y sus guías. Entonces se manifestará
plenamente el Espíritu Santo que nos hará vivir la sola Iglesia del Señor, en
camino a convertirse en el único solo Reino de Cristo implantado con su muerte
y su resurrección.
Es entonces llegado el momento de hacer presente en nuestras comunidades la
fuerza del Espíritu Santo. Éste está en todos los momentos y en todas las
circunstancias de la Iglesia, y le pedimos cada día que se manifieste y se haga
presente cada que el sacerdote pronuncia esas benditas palabras: “Esto es mi
Cuerpo… ésta es mi Sangre”, pero ahora con mayor fuerza le tendremos que
pedir por la unidad y la paz en la Iglesia y en el mundo: “Te pedimos
humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos
participamos del Cuerpo y la Sangre de Cristo”.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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