Solemnidad. Domingo de Pentecostés. )
Rosalino Dizon Reyes.
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido … para dar la Buena
Noticia a los pobres (Lc. 4, 18)
El Espíritu Santo, aunque esperado puesto que él es la promesa del Padre, no deja
de sorprender. ¿Quién no se sorprenderá si de repente se oye un fuerte ruido y se
ven lenguas, como de fuego, repartirse y posarse encima de cada creyente
presente? Y de verdad, ¡qué enorme sorpresa que unos galileos hablan en lenguas
extranjeras de tal modo que cada oyente escucha en su propio idioma la
proclamación de las maravillas de Dios! Tan maravillados están los oyentes que no
encuentran explicación y, por eso, recurriendo a la burla, suponen que están
borrachos los proclamadores.
Tal vez no es obviamente maravillosa la valentía de dichos proclamadores. Pero
esto no quiere decir que se trata de algo menos sorprendente, especialmente si se
tiene en cuenta que, en primer lugar, el que ahora preside la proclamación había
negado a Jesús tres veces y, en segundo lugar, no hace mucho tiempo que tanto él
como sus compañeros se encerraron por miedo a los oponentes de Jesús,
representantes del establecimiento religioso. Y, ¿sería quizás por el miedo que los
amigos de Jesús, incluidas las mujeres, de lejos observaron la crucifixión de él? En
cualquier caso, el Espíritu Santo —por usar las palabras de san Cirilo de
Alejandría— hace a los discípulos pasar del temor y la pusilanimidad a una decidida
y generosa fortaleza de alma; fortalecidos por el Espíritu, ya no se dejan intimidar
por sus perseguidores.
Así que Pedro, lleno del Espíritu Santo y armado de la profecía de Joel y de los
Salmos 16 y 110, pide audazmente, y al estilo de Dt. 6, 4, que le preste atención el
pueblo de Israel y después señala a Jesús de Nazaret, entregado a la muerte pero
resucitado, como el exaltado Señor y Mesías. Sin temor y sin andarse con rodeos,
acusa a sus compatriotas judíos de haber matado a Jesús, con la colaboración de
gentiles sin ley, clavándolo en la cruz. En efecto, está cuestionando Pedro, me
parece a mí, la autoridad del establecimiento tanto religioso como politico. Este
establecimiento constituye quizás la generación perversa de la cual tiene que
salvarse la gente por medio del arrepentimiento y el bautismo para el perdón de los
pecados y la recepción luego del don del Espíritu Santo. Y el Espíritu Santo, la
promesa para todos los llamados por Dios para formar un solo cuerpo de muchos y
diversos miembros, es quien rehace lo que se deshizo en una llanura de Sinar por
culpa de los que se establecieron allí y no se partieron para sus debidos lugares
designados por Dios para que llenasen la tierra y la sometiesen (Gen. 11, 1-9).
Que los dispersos y diversos nos mantenemos reunidos y reconciliados, esto
también forma parte importantísima de la grata sorpresa que nos trae el Espíritu
Santo. Continúa el Espíritu Santo la obra admirable de Jesús, quien sin reprochar
ni un poco a los que en la hora cuando más los necesitaba no se mostraron del todo
ni fieles ni fiables, les dio la paz a los discípulos. A continuación, les entregó el
Espíritu Santo para que se dedicaran a la misión y el ministerio de la comunión y la
reconciliación (cf. 2 Cor. 5, 18-19). Y ahora, aquí, la sorpresa se hace más grande,
sí, y de manera paradójica, pues, tal misión, tal ministerio, supone la dispersión y
la diversidad. Los cristianos no podemos conformarnos con ser parte de un
establecimiento: si realmente recibimos el Espíritu Santo y somos bajo la acción de
él, no podemos menos que proclamar que Jesús es Señor, e iremos y haremos
discípulos de todos los pueblos, como también nos aconsejaba hacerlo san Vicente
de Paúl una y otra vez.
Y, al fin y al cabo, más sorprendente aún, porque se toma por locura, es la dura
verdad, realidad, de que la misión cristiana, el ministerio cristiano, no se puede
apartar de la entrega del espíritu (Jn. 19, 30), la cual se conmemora en la
celebración de la Eucaristía.
Con permiso de somos.vicencianos.org