SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
(Éxodo 34:4-6.8-9; II Corintios 13:11-13; Juan 3:16-18)
Si fuéramos a preguntar, ¿Cómo deberíamos vivir?, recibiríamos diferentes
repuestas de diferentes personas. Nuestro médico nos diría que no comamos
tanto y que hagamos más ejercicio. Nuestro banquero nos aconsejaría que
invirtamos nuestros ahorros en estas acciones o esos bonos. Y nuestros
maestros, que leamos un libro cada semana. ¿Cómo respondería Dios a nuestro
interrogante? Las escrituras hoy nos indican Su consejo.
En la primera lectura Dios ha pedido a Moisés a volver a la montaña con dos
tablas nuevas. Quiere escribirle de nuevo su ley para Israel. Tiene en cuenta
muchos preceptos, pero resume todo el abanico de leyes en Diez Mandamientos.
Si la gente vive estos diez, complacería a Dios y le haría a sí mismo feliz. Ha
tratado de hacerlo sin resultados óptimos. Unos viven la letra de las leyes
estrictamente pero olvidan que la ley es para efectuar el bien común. Una vez
dos carros iban a la máxima velocidad supuestamente permitida por la ley en los
dos carriles de la carretera. Aunque seguían la ley, los choferes causaron una
presa tremenda y sin duda la ira de centenas de gente. Entretanto otros
descuidan la letra en favor del llamado “espíritu de la ley”. Este planteamiento
corre el riesgo de la ley haciéndose vaga con resultados aún más feos. Con el
pretexto que estuvieran siguiendo el espíritu de la ley, algunos presidentes han
mandado a los soldados a guerra sin la autorización debida de la legislativa.
Como cada persona que han tratado de ensamblar una bicicleta sabe, aun con
las instrucciones cuesta hacerlo. Casi siempre se necesita un técnico para
cumplir la tarea. Así es también con el desarrollo de la virtud. Seguir leyes no
puede convertirnos en personas buenas. Nos falta un instructor para
mostrarnos cómo actuar y para inspirarnos cuando nos cansamos. Precisamente
por esta razón Dios Padre envió a Su Hijo al mundo para hacernos justos como
dice el evangelio. Jesús nos ha instruido que no es tanto lo que hagamos sino la
disposición de nuestro corazón que cuenta. Tenemos que amar a nuestro
prójimo. Él mismo enseñó el significado del amor por lavar los pies de sus
discípulos y, mucho más sublimemente, por morir en la cruz por ellos.
Como hombre Jesús no podía quedarse con nosotros en carne y hueso para
siempre. Sin embargo, no nos dejó solos. Ha enviado el Espíritu Santo para
ayudarnos en su lugar. El Espíritu nos urge hacer lo bueno, lo amoroso y lo
correcto en cada situación en que nos encontremos. El Espíritu nos mueve a
llevar comida a la familia en luto por la muerte de su mamá y a integrase en la
sociedad de San Vicente de Paulo. Según un filósofo famoso del siglo
diecinueve, “el último cristiano murió en la cruz”. Lo que significa esta frase,
bien repetida, es que Jesús falló a ganar a discípulos que seguirían sus modos.
Pero ciertamente el filósofo estaba equivocado. Se encuentran santos conocidos
por sus buenas obras en cada época de la Iglesia desde su principio. Por cada
uno de estos santos nombrados en la letanía hay cien mil otros personas que
han hecho las obras de caridad cada día. Una mujer de origen guatemalteca
recientemente hizo una fiesta por su amiga. Quería montar algo especial porque
la cumpleañera era una madre que hace poco perdió a su hijo. Resultó como un
momento de gozo en un año de tristeza para la mujer dolida.
Hemos oído mucho estos días del regalo perfecto para nuestros papás en el Día
de Padre. Los almacenes nos dicen que necesitan una camisa personalizada con
sus iniciales bordadas. Las destilerías nos urgen a comprarles una botella de
Ronrico o de Suaza. Y ¿qué quería Dios que regalemos a nuestros padres?
¿Cómo podría ser algo otro que nuestro amor? Pues Dios – Padre, Hijo, y
Espíritu Santo – es el amor y quiere acompañar a todos. Sea por algo tan
sencillo como una tabla de papel o tan complicada como una bicicleta, Dios
quiere que regalemos a nuestros padres el amor.
Padre Carmelo Mele, O.P.