Comentario al evangelio del miércoles, 18 de junio de 2014
“Procurad no hacer el bien delante de la gente”
No. No es que Jesús pretenda confundirnos. No se contradice cuando, en este mismo sermón, parece
decir lo contrario: “Que los hombres vean vuestras buenas obras” (Mt 5,6). Mirada más a fondo, esas
dos enseñanzas son complementarias: no hay que hacer el bien para ser admirados –lo cual sería un
refinado egoísmo-, sino por amor gratuito. Más allá de “hacer el bien”, el evangelio nos propone “ser
buenos”. Las solas buenas obras pueden ser equívocas porque pueden venir motivadas por oscuros
deseos de vanagloria. Ni siquiera, las buenas razones justifican “hacer mal el bien”. Decía Pascal que
“nunca hacemos tan perfectamente el mal, como cuando lo hacemos de buena fe”. La visibilidad de la
caridad no debe tener otra intención que el dar toda la gloria a Dios y que los hombres glorifiquen al
Padre que está en los cielos.
Solo Dios conoce nuestras intenciones reales. Ante su mirada de Padre tendremos que reconocer que,
en muchas ocasiones, nuestras caridades ofenden y hacen daño. Lo advertía seriamente aquel santo
curtido en la áspera caridad que fue Vicente de Paul, con afiladas palabras: “Recuerda que te será
necesario mucho amor para que los pobres te perdonen el pan que les llevas”.
Porque “dar” –según el hebreo- es “hacer justicia”, restablecer un poco de equilibrio en la distribuciòn
de los bienes. Por eso, quien tiene debe dar. Y, al hacerlo, repara injusticias. No debe dar para ser causa
de injusticia, sino para liberarse a sí mismo del mal. Esto se consigue cuando se elimina el cálculo o la
posible ganancia: “Que no sepa la izquierda...”. Esto es, dar sin pensarlo demasiado. Como esto no es
fácil para nosotros, necesitamos orar y pedir. De esta manera el Señor apuntala en nuestra conducta esa
revolución mansa y amorosa, que empieza por el propio corazón. En el mundo hay demasiados
revolucionarios que quieren cambiarlo todo menos a ellos mismos. Y este ha de ser el primer cambio.
De ahí que tengamos que ser ejemplares, porque en nosotros mismos va a mirarse el mundo.
Estemos muy vigilantes ante la vanagloria. Llevemos una “vida cristiana invisible”. Aprendamos a
hacer el bien sin ponerle nuestra firma; sin salir en la foto; sin hacerle saber a otros las cosas buenas
que hacemos –normalmente cargando tintas-; sin búsquedas de protagonismos; sin convertirnos en
cazadores de recompensas. Difundamos, por el contrario, una cultura de la caridad “sin denominación
de origen”, el anonimato de la humildad. Y que sólo el Padre que está en los cielos lleve las cuentas
del amor. Hacerlo así puede que nos seque la boca y nos parezca como masticar un estropajo que llega
a estragarnos por lo duro y áspero. Pero al final, muchos entenderán y glorificarán al Padre y nosotros
gozaremos de su bienaventuranza.
Juan Carlos Martos
( martoscmf@claret.org )
Juan Carlos Martos, cmf