MISAS DE DIFUNTOS
(Exequial, de aniversario, cotidiana)
1-Nos entristece y nos duele la separación. Pero la fe debe
reconfortar nuestro corazón.
Como sucedió en Cristo Jesús, y gracias a Él, la muerte ya
no tiene poder ni dominio sobre nuestros hermanos
difuntos.
Porque Cristo ha muerto y ha resucitado, la muerte no
anula la esperanza de los que creen en Él. La muerte de
Cristo es fuente de vida. En ella Dios ha volcado todo su
amor al hombre. La vida nueva y eterna es fruto del árbol
de la cruz.
La muerte ya no tiene ningún poder ni sobre Cristo ni
sobre los que están unidos a Él, los que están injertados en
Él por la fe y el Bautismo.
Cristo por nosotros ha penetrado en el cielo donde nos
tiene preparado un lugar junto a Él. La «vida eterna» es la
eterna comunión con Dios. Ahora en camino. Y en la patria
del cielo, en plenitud.
Somos viandantes en camino hacia la patria celestial,
peregrinos hacia una patria eterna y definitiva.
La realidad de la gloria eterna del cielo nos invita a
reconocer lo relativo de esta vida, que pasa.
Nosotros debemos pasar por la vida haciendo el bien.
Viviendo y muriendo con Cristo y como Cristo, Puestos en
las manos bondosas de Dios. Las buenas obras serán lo
único que no haya caducado cuando nos presentemos ante
Dios.
Por el alma de los difuntos ofrecemos esta santa Eucaristía.
Reunidos en torno al altar, en el que se hace presente el
sacrificio de Cristo en la cruz, que proclama la victoria de la
vida sobre la muerte, de la Gracia y el bien sobre el mal y
el pecado.
Con estos sentimientos encomendamos al Dios de
misericordia infinita a nuestros hermanos difuntos.
Que la Virgen María, nuestra Madre, los acompañe y les
abra las puertas de la gloria eterna.
2-Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela
la esperanza de la resurrección.
Aunque nos duele la separación y la ausencia de nuestros
difuntos, nos conforta la fe en Cristo, el muerto-resucitado.
Con su muerte destruyó nuestra muerte para siempre y
resucitando nos abrió las puertas de la de la vida.
La fe nos sostiene en estos momentos de tristeza.
Debemos sentimos aún más cerca de nuestros difuntos. La
muerte nos ha separado de ellos sólo aparentemente. El
poder de Cristo nos une aún más a nuestros difuntos.
Para quien vive en Cristo, la muerte es un paso: de esta
peregrinación terrena a la patria del cielo, donde nuestro
Padre Dios acogerá a todos sus hijos.
Nuestro Dios no es extraño al camino del hombre. Cristo es
Dios verdadero y hombre verdadero. Igual en todo a
nosotros, menos en el pecado. Asume nuestra carne mortal
hasta la misma muerte.
Es un Dios tan cercano a nosotros que no se detiene ni
ante el abismo de la muerte. Lo atraviesa con nosotros,
llevándonos en sus manos.
Al más allá no vamos solos. Él nunca nos abandona. Nos
lleva a la felicidad de la vida eterna.
Nosotros, peregrinos hacia la gloria del cielo, hemos de
caminar por las sendas del bien. La fe viva y verdadera,
que actúa por el amor, es el camino seguro para alcanzar la
gloria eterna.
Quien en esta vida sigue fielmente a Cristo Jesús será
acogido en la otra, donde Él nos ha precedido.
Que el Padre celestial reciba en su reino eterno a nuestros
difuntos liberados definitivamente de la fragilidad humana.
Y les conceda el premio que tiene prometido a los
trabajadores buenos y fieles del Evangelio.
Que nos ayude a nosotros, peregrinos en esta tierra, a
mirar hacia la patria eterna que nos espera; y a estar
preparados para abrir al Señor cuando llegue.
A la Virgen María, Madre de la esperanza, encomendamos a
nuestros difuntos, nuestros hermanos. Que ella los lleve al
reino de la felicidad y de la paz.
3-La Iglesia nos invita a orar por nuestros difuntos. Y a
reflexionar sobre el misterio de la muerte. La muerte es un
enigma inquietante en nuestro horizonte vital.
Cristo, el muerto-resucitado, ha vencido a la muerte. Y
también la vencerán los que crean en Él.
Jesús revolucionó el sentido de la muerte. Lo hizo, sobre
todo, afrontando Él mismo la muerte. El amor de Dios,
manifestado en Cristo Jesús, ha dado un sentido nuevo a
toda la existencia humana y, por tanto, también al hecho
de la muerte.
La muerte no es el final. Es el paso obligado de vida a vida.
Dios nos ha creado para la vida más allá de la muerte. A
través de este paso podemos llegar a la vida plena, si
ajustamos nuestra existencia a la voluntad de Dios.
Cumplir la ley de Dios es fuente de paz y esperanza. No
debemos tener miedo a la muerte. Nos espera la felicidad
eterna, que viene de Dios.
Todo pasa, sólo Dios permanece por toda la eternidad.
"Vida eterna" significa una nueva calidad de vida.
Infinitamente mejor, porque es fruto del amor de Dios.
El más allá no es un sitio frío y oscuro al que iremos. Es
Dios mismo, plenitud de vida y amor, que nos espera con la
alegría de un padre bueno.
La eternidad ya puede estar presente en esta vida si,
mediante la gracia, estamos unidos a Dios.
María elevada al cielo nos señala la meta última de nuestra
peregrinación por este mundo: que estamos destinados a la
plenitud de la vida y que quien vive y muere en el amor a
Dios y al prójimo será glorificado a imagen de de Cristo
resucitado.
Cristo, muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando
nos abrió las puertas de la vida eterna.
En la Eucaristía se va a actualizar este misterio, en el cual
se hace presente de forma real y verdadera aquella muerte
glorificadora de Cristo. Como el grano de trigo que muere
para una vida nueva.
Pidamos al Resucitado que también nuestros hermanos
difuntos gocen con Él de la vida eterna en la gloria del cielo.
4-Reunidos con motivo de la muerte (del aniversario) de
nuestros hermanos difuntos, hemos venido a cumplir. Y
cumpliremos bien si: Acompañamos con nuestra oración a
su familia. Si pedimos a Dios por su eterno descanso. Si
proclamamos nuestra fe en la resurrección.
La muerte, antes o después, llegará inevitablemente.
“Recuerde el alma dormida contemplando cómo se pasa la
vida, cómo se viene la muerte tan callando”.
Nuestra morada en este mundo se nos va desmoronando.
Tenemos fijada nuestra fecha de caducidad. Pero la muerte
no es el final de todo.
Creemos en un Dios que es amigo de la vida. Él es el Dios
del amor, el Dios de la vida. No manda al hombre ni el
sufrimiento ni la muerte. Es pura bondad y quiere siempre
nuestro bien.
Él es Creador y Padre y sólo sabe ser Padre. Los padres
engendran un hijo no para la muerte. Sino para que viva y
disfrute la alegría de vivir.
Pero estamos hechos de barro y al polvo volveremos.
Nuestra fe nos asegura que la muerte no es el final. Cristo,
Dios y hombre verdadero, por amor al hombre, murió en la
cruz y así destruyó nuestra muerte.
Y resucitando, nos abrió las puertas de la vida. Por nuestra
naturaleza humana somos mortales. Pero el gran amor de
Cristo, el Crucificado resucitado, porque estamos unidos a
Él por la fe y el bautismo, nos ha hecho partícipes de su
vida inmortal.
Si en esta vida, vivimos con Cristo y como Cristo, con Él y
como Él entraremos en la vida eterna.
La muerte es el paso de esta vida llena de penalidades a la
vida de Dios, vida de luz, de paz y de gloria eterna.
Que nuestros hermanos difuntos gocen ya eternamente de
la vida inmortal.
5-En esta misa, ofrecida por el eterno descanso de nuestros
hermanos difuntos, hemos de profundizar en la fe en el
Dios verdadero.
Es un Padre que nunca nos abandona ni nos deja solos. Y
menos cuando sus hijos lo estamos pasando mal. No se
puede creer en un Dios que nos mande males.
Creemos en un Dios que es infinitamente bueno. Pura
bondad, que nos ama infinitamente. Sufre con nosotros, en
nosotros y por nosotros. Un Dios compañero de camino.
Siempre a nuestro lado.
Nosotros hemos de vivir unidos a Él por la fe y el amor. El
que cree -el que reza- nunca está solo. Un Dios que no hizo
la muerte. Él es el Dios de la vida. Ni manda males al pobre
ser humano.
Quiere siempre nuestro bien, lo mejor para nosotros.
Hemos de sentirnos seguros en las manos de Dios, que son
las manos de una madre cariñosa. Esto es la fe.
A este pobre y frágil ser humano, hecho de barro, si vive
unido, injertado a Cristo Resucitado, Dios le hace partícipe
de su vida divina, de su vida eterna.
Ciertamente el ser humano es un ser para la muerte, pero
también es un ser destinado a la inmortalidad. Dios nos ha
hecho para la vida, más allá de la muerte. Él es fiel y
cumple su palabra.
La muerte es sólo el paso de esta pobre vida a la vida
eterna en la gloria infinita de Dios. Un paso que hemos de
dar con Cristo y como Cristo: Puestos en las manos de
Dios, con el amor confiado de un hijo. La certeza de la fe es
la certeza de la fidelidad de Dios.
En esta misa participamos todos los hijos de Dios: Los que
todavía peregrinamos por este mundo y los que gozan ya
de la gloria eterna de Dios. Ser invisible no significa estar
ausente (San Agustín).
6-Nos reunimos para acompañar a la familia de un amigo
difunto. Para pedirle Dios que le conceda el descanso
eterno y para afianzar nuestra fe en la resurrección.
Toda nuestra vida es un camino hacia Dios. Él es la meta y
la plenitud de nuestras aspiraciones.
Nuestra fe en Cristo Resucitado nos asegura que la muerte
no es el final. Es el paso de vida a vida. De este valle de
lágrimas a la gloria eterna junto a Dios.
Entraremos en esta vida de gloria si al morir, estamos
limpios de toda culpa y de todo pecado. Esta es la razón de
nuestra oración por los difuntos: Intercedemos ante Dios
para que los que han muerto sean purificados de todas sus
faltas y pecados y gocen de la gloria eterna junto a Dios.
Hemos de proclamar nuestra fe y nuestra esperanza en la
resurrección de los muertos. Porque Cristo Resucitado ha
vencido a la muerte. Muriendo por amor en la cruz destruyó
nuestra muerte.
De esta victoria sobre la muerte participan todos los que
mueren unidos a Él por la fe y el amor.
Y resucitando nos abrió el camino de la vida eterna. Cristo
Resucitado nos da la seguridad de que todo nuestro ser,
alma y cuerpo, también participarán de la gloria eterna de
Dios.
Expresamos nuestra fe con las palabras del Credo:
Esperamos la resurrección de los muertos y la vida del
mundo futuro.
Oremos con fe y esperanza por nuestros hermanos para
que, limpios de todas sus faltas gocen plenamente del amor
infinito de Dios y participen así de su gloria eterna en el
cielo.
MARIANO ESTEBAN CARO