Solemnidad. San Pedro y San Pablo, apóstoles (29 de Junio)
PEDRO Y PABLO, LOS CAMPEONES
Padre Pedrojosé Ynaraja
Me toca pasar frecuentemente por un pueblo que exhibe orgulloso un monumento a
un motorista campeón mundial en su especialidad y nacido en esa población. Por
descontado que el municipio tiene su ayuntamiento, presidido por el
correspondiente alcalde y sus concejales. Gracias a este organismo subsisten los
ciudadanos y su nombre es reconocido. Ahora bien los triunfos del deportista son
un gran honor para los vecinos y quieren manifestarlo con el monumento del que
hablaba al principio. Os he puesto este ejemplo, mis queridos jóvenes lectores,
para que entendáis el sentido de la solemnidad de hoy, que resulta ser el domingo
XIII del tiempo ordinario, pero que, sin negarlo, dedicamos nuestro homenaje a dos
campeones de la Fe cristiana, cosa que es mucho más importante que los triunfos
que pueda alcanzar alguien sobre un motor.
Llegué una vez a Roma al mediodía, iba solo y no tenía nada especial que hacer
hasta bastante más tarde. Pensé que era una buena oportunidad para desplazarme
a pie por la urbe. Me crucé con una manifestación reivindicativa de no sé qué
derechos, crucé valerosamente varias veces la calzada (no conozco otra población
después del Cairo, donde se circule tan anárquicamente). Llevaba un plano y había
estado en varias ocasiones anteriormente, así que, al cabo de dos horas me
encontré junto al Coliseo. No quise entrar, me limité a dejar que mi mente evocara
lo que para la cultura y para la Fe, significa este colosal anfiteatro. Me acerqué al
Arco de Tito para que mi imaginación emparentara más fácilmente con los judíos
ilustres en los que estaba pensando. Seguramente que para ellos aquella Menorá
que arrebataban los soldados y se llevaban como botín de guerra les era mucho
más familiar que para mí. Visto el famoso relieve, caminé a paso lento por el Foro
Romano. Trataba de reconstruir los muros e imaginar a los viandantes que
transitaban por el mismo trazado que yo entonces recorría. Imaginé a Pedro, me
parecía tenerlo delante. Después me pareció que me adelantaba Pablo. Se me
ocurría que si estuvieran físicamente presentes, les preguntaría qué sentían ellos al
pasar junto a aquellos templos de divinidades paganas, al dejar a un lado el
enigmático de las Vestales, que sin duda relacionarían con la dignidad de la mujer,
de la posible virginidad. En otro caso, si se trataba de uno dedicado a la diosa
Venus, contrastaría lo que veían con las nociones aprendidas del Señor. Ellos sin
duda se sentirían abrumados, pues su preciosa y verdadera Fe, debía enfrentarse a
aquel gigantesco cúmulo de creencias que impedían que el Espíritu de Jesús llegara
a tantos transeúntes con los que se cruzaban. Era ingente la tarea, tal vez
imposible. Ninguno de los dos abandonó su decisión de predicar a todo el mundo, lo
que les había encargado el Maestro. Si a ellos les parecería difícil, a mí todavía
mucho más.
Salí de aquel paraje arqueológico y me acerqué a la basílica de San Pedro, ya en el
Vaticano. Estaba vacía, en la inmensidad de su ámbito, tal vez se desplazaban una
veintena de personas. Pensé que quizá era aquella ausencia una imagen de la
actual realidad. La Fe impregna a pocas personas, ¿qué hago yo aquí?, me
preguntaba. Caminé pausadamente y me acerque a la “confessio”. Cerré los ojos y,
como siempre hago, pero esta vez mucho más atentamente, recité el Credo. Salí de
la basílica un poco más convertido, siempre puede uno mejorar, reconocerlo y
proponerse continuar progresando. El testimonio de Pedro, cuyas cenizas debajo
reposan, me contagió su Fe. Otro día fui a la de San Pablo y solicité que consiguiera
del Señor que participara un poco de su vocación. Pedro fue territorialmente obispo
de Roma. Pablo no se circunscribió a ningún lugar.
¡Cuántas veces doy gracias a Dios de vivir en estos momentos de la historia! En mis
vejeces y desde este minúsculo lugar donde resido, puedo cumplir el último deseo
que el Maestro manifestó a sus discípulos: id por todo el mundo… Internet permite
seguir y comunicar el testimonio de Pedro y Pablo, nuestros campeones. Si
físicamente no llego, mi ilusión, mis mejores deseos por vosotros, mis queridos
jóvenes lectores, y mis oraciones, sí que se extienden. Vosotros también, y
seguramente con mayor soltura que la que puedo tener yo. No renunciéis a la
posibilidad de ser modestos instrumentos de la evangelización que se nos pide.
Caminando por Barcelona o por París, entre las mastodónticas edificaciones que se
levantan en tiempos modernos, recuerdo lo que pensaba por Roma y sé que no
debo desanimarme. La Fe la plantaron, germinó y creció, pese a los obstáculos y
las ignorancias. Lo que sembraban los Apóstoles, era abonado por la sangre de los
mártires. Si hoy es más difícil que entonces, también son más abundantes los
cristianos que mueren por testimoniarla.
Había pensado, como hago otras veces, describiros el lugar donde acontece lo que
relata el evangelio de la misa de hoy. He estado en bastantes ocasiones. En la
primera, el sitio estaba abandonado y sucio. Olía mal. Se movían indolentemente
los damanes por entre las rocas. Era más fácil cerrar los ojos y escuchar primero al
Señor que nos interpela a cada uno. Tú, ¿Quién dices que soy yo? Tú, ¿a quién
dices quién soy yo? Ahora este lugar está estudiado y limpio. Se muestran los
testimonios arqueológicos de la antigua Cesarea de Felipe. Dan fe científica de la
autenticidad del sitio. Pero os advierto, mis queridos jóvenes lectores, que ya está
cercado por una valla, que hay que pagar por entrar, que hay una tienda que vende
recuerdos y bebidas. Pese a todo esto último, el Jordán continúa brotando con
libertad, como libremente podemos todavía reflexionar y rezar.
A diferencia del mundo de la moto, donde uno sólo es campeón, en el terreno de la
Fe, todos podemos serlo. Cuando allí estoy vuelvo la mirada al sur, allí a la orilla del
Lago, cerca de Cafarnaún, el Señor resucitado confirmó a Pedro lo que en Cesarea,
(hoy Banías) le había prometido a Pedro.