DECIMOCUARTO DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO A
(Zacarías 9:9-10; Romanos 8:9.11-13; Mateo 11:25-30)
La mujer de ochenta años se puso de rodillas al pie de tu cama todas las noches.
Rosario en mano, rezó por su familia. Nunca tuvo hijos; pues, nunca se casó.
Sin embargo, pidió a Dios por su familia: sus hermanos, sus sobrinos, y sus bis
sobrinos. Un sobrino sufrió un infarto. Un bis sobrino tomaba medicamento por
una condición de deficiencia de atención. Le pareció a ella que siempre hubo
necesidad que urgía la petición a Dios. ¿Pidió a Dios por sí misma? A lo mejor
sí. Pues su vida no era completamente feliz. Como soltera a lo mejor sintió la
soledad como un disco quebrado repitiendo la pregunta: “¿Qué te falta, María,
qué te falta?”
En el evangelio Jesús invita a los fatigados y agobiados que compartan su lote
con él. Inmediatamente pensamos en las víctimas de guerra, la gente que vive
en pobreza extrema, los enfermos de cáncer u otra maldad grave. Pero estas
amenazas al cuerpo no son las únicas que experimenten los hombres y mujeres.
Puede ser aún más pesada la soledad cuando todo el mundo anda con parejas.
A veces la soledad se vuelve en una vergüenza. En una parroquia urbana hace
muchos años los niños del orfanato fueron invitados al frente en el final de la
misa dominical. Entonces el sacerdote pidió a la gente que tomaran a uno de los
huérfanos a su casa para la comida. Los guapitos siempre tuvieron una invita
pero algunos muchas veces regresaron al orfanato con corazón quebrado.
Muchos sufren de la soledad. Además de los huérfanos y aquellas personas que
nunca han casado, hay las viudas y viudos, los divorciados y divorciados, y los
casados pero completamente despreciados por su cónyuges. Toda esta gente
debería sentir un vínculo con Jesús que nunca se casó. Pueden estas personas
entender mejor la pasión de Jesús como tanto la desolación como el dolor físico.
Experimentó la traición de un discípulo íntimo, el abandono de sus seguidores, la
condenación de su pueblo, y el desdén de las autoridades. No es por nada que
gritó de la cruz en dos de los relatos evangélicos: “¿Dios mío, por qué me has
abandonado?”
Más que dar descanso a los fatigados, Jesús les pide que tomen su yugo, eso es,
su manera de vivir. No pide que dejen sus casas para integrarse en un
convento. No, quiere que se fijen en el amor de Dios Padre para cada uno de
Sus hijos e hijas. Este amor les regala una relación cercana con Jesús mismo.
Más que cualquiera otra persona, Jesús les acompañará en todo tipo de
circunstancia: en los gozos, las tristezas, y las desilusiones. Aun cuando lo
abandonamos, él no nos deja solos. Asegurados por el amor de Jesús, los
solteros pueden aprovecharse de su tiempo libre para apoyar a los
desafortunados. Así era la espiritualidad de muchas maestras de escuela una
vez. No se casaban para dedicarse cien por ciento a la educación de los niños.
El presidente John Kennedy dijo que Dag Hammarskjold era el mejor hombre de
estado del siglo veinte. ¿Quién era el señor Hammarskjold? Fue el segundo
secretario general de la Organización de Naciones Unidas. Murió en un
desplome de avión en camino a resolver un conflicto en el África. Hammarskjold
nunca se casó. Pues dedicó su vida a buscar la paz entre naciones. Era como si
entrara en un convento pero el convento fue el mundo a lo cual amaba como
Dios lo ama. ¿Conoció la soledad? A lo mejor que sí, pero la reconoció como el
precio de un amor más grande. Como Jesús reconoció la soledad como el precio
de un amor más grande.
Padre Carmelo Mele, O.P.