Domingo 15 ordinario, Ciclo A
¿Quién me socorre con una palabra por el amor de Dios?
Si hay algo que eleve, dignifique y alegre a los hombres es el don de la
palabra. Gracias a ella entramos en contacto con los demás, intimamos y
encontramos la gran alegría del encuentro con todos los hombres de la tierra.
Por eso se nos hace extraño que este don encantador y maravilloso de la
palabra pretenda ser patrimonio de unos cuantos hombres, que pretenden
vendernos la palabra, del mismo modo que otros hombres pretenden
adueñarse de las riquezas naturales, y venden como si fueran suyos los bienes
que les corresponden a todos los hombres. En ese sentido hoy nos hablan los
medios de comunicación de sentimientos y realidades como el amor, la paz, la
convivencia y la fraternidad para terminar vendiéndonos un producto tan
banal e insulso como una Coca-Cola. Hemos prostituido la palabra
convirtiéndola en pura palabrería y hoy tenemos la gratísima oportunidad de
devolverle su pleno sentido para que pueda ser entre los hombres, con toda la
alegría del mundo, el mejor medio de comunicación, de diálogo y de cercanía.
Y aquí nos topamos con otra palabra, especialísima, la que Cristo dirige a la
humanidad, una palabra por la que fue creado el mundo, y una palabra que
salva, que libera y que acerca al corazón mismo de Dios. Pero es una palabra
que pronunciada, exige una respuesta no de cualquier manera, sino una
palabra que dignifique y que consigue una situación nueva, de paz, de amor y
que exige una entrega total y absoluta, en la que se conjuguen precisamente
la palabra y el silencio, como fue precisamente la palabra de Cristo en la cruz,
donde parece que el silencio se impuso con su muerte, pero que fue
precisamente la chispa que encendió el fuego salvador y liberador de la
resurrección de Cristo Jesús para mostrarnos el camino de la plena unión con
el Dios que nos ha hablado para estrecharnos y hacernos vivir siempre en su
presencia.
En esa línea, a partir de ahora y por tres domingos, San Mateo nos trae tres
parábolas, tres palabras de Cristo que requieren atención, cuidado y respuesta,
pues en ellas se encierra un misterio que desentrañado por la fe y la presencia
del Espíritu Santo nos darán la nueva manera de vivir que desea el Salvador.
La primera de ellas, es una palabra que engendra vida y una esperanza grande
pues el Reino de Dios ha sido plantado entre nosotros y pase lo que pase, y
pese a todas las oposiciones que encuentre en la libertad de los hombres,
conseguirá para todos los hombres la salvación, pero una salvación que vendrá
precisamente marcada por la libertad del hombre que será entonces así,
artífice de su propia salvación. “una vez salió un sembrador a sembrar…” así
comienza Cristo Jesús su mensaje, que puede parecernos extraño pues
nosotros no tenemos contacto ni con la tierra, ni con la semilla ni con la
siembra, ni con nada que se le parezca, pero que a medida que nosotros la
vamos escuchando, tiene la virtud de hacernos volver a nosotros mismos para
preguntarnos qué clase de tierra es aquella en la que el Reino de Dios está
trabajando ya dentro de nosotros, y así nos encontraríamos con cuatro clases
de respuestas, primero, los que no se interesan, e incluso son adversos a la
escucha y a cualquier cambio que signifique interés, ayuda y acercamiento a
los demás. En seguida están los inconstantes, los que han atendido pero que
consideran que con lo que están haciendo ya está bien y siguen afirmando:
“aquí mando yo”. En tercer lugar están lo que “están” en manos de las
riquezas, los que por su condición económica viven poseídos por sus bienes,
sus posesiones y sus riquezas, y se aferran a ellas, como si después de
muertos y en su cortejo fúnebre, pudieran llevar tras de sí un camión de
mudanzas hasta el panteón para ser enterradas con ellos. Y finalmente están
los que escuchan, atienden y se gozan con la palabra que Dios ha sembrado en
ellos. El fruto será infinito, sin límites, a manos llenas y será una condición
nueva cerca del Buen Padre Dios que nos salvó por su Hijo Jesucristo. A ser
pues, buena tierra, dejando que esa semilla de salvación fructifique en el
propio corazón.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera sus comentarios en
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