XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Rosalino Dizon Reyes.
Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la obedecen (Lc. 11, 28)
Según Jesús, al Padre le ha parecido mejor ocultar los secretos del reino de los
cielos a los sabios y revelárselos a la gente sencilla. Ahora el Hijo se conforma con
Padre y les concede el conocimiento del significado de la parábola del sembrador a
los discípulos y no a aquéllos que miran sin ver y escuchan sin oír ni entender.
Los últimos, tan entendidos que se creen, están seguros de su capacidad de llegar
por su propia cuenta y sus propios esfuerzos a entender la parábola o saber de qué
se trata. Se dedican a hurgar y no se les escapan ni los más mínimos detalles.
Pero, como se oye decir, los árboles no dejan ver desafortunadamente el bosque y
de ahí las múltiples cosas más pequeñas le restan valor a la integridad o totalidad
de los elementos. Abarcando mucho, los sabios aprietan poco y hasta llegan a
pasar por alto tales cosas que tienen mayor importancia como la justicia, la
misericordia y la fidelidad (Mt. 23, 23). No hay duda que los inteligentes
comprenden, como es el caso referente a la parábola de los labradores malvados,
pero una cosa es comprender la verdad y otra cosa, admitirla (Lc. 20, 19). Y, por
supuesto, por más que se consideren infalibles, aún los sabios se equivocan como
cualquier ser humano. Esto pasa, por ejemplo, cuando, dejándose llevar por sus
presunciones y suposiciones, insisten en que se imponga como norma indispensable
su modo de pensar (Mt. 22, 29). Así que miran sin ver y escuchan sin oír ni
entender, porque ven y oyen sólo lo que quieren ver y oír. Y si les da cierto placer
la palabra de Jesús (Mt. 22, 34-35), no les ayuda ésta ya que los intereses y afanes
de siempre le impiden echar raíces o la ahogan.
Los primeros, por otro lado, no se dan por entendidos. Es debido a esto que ellos
preguntan por el motivo de las parábolas, por ejemplo. Dan a entender que tienen
necesidad de un maestro que les explique las cosas. La eficaz revelación de Dios
les hace a los sencillos reconocer con mayor humildad y temor sus pecados, su
inmundicia, su inadecuación (Ex. 3, 11; 4, 10; Is. 6, 5). Explicada por el solo
conocedor íntimo del Padre, el mismo a quien todo se lo ha entregado el Padre, la
palabra divina atrae más y se entiende mejor para que los humildes la atesoren en
el corazón y reflexionen sobre ella y con ella produzcan una cosecha admirable e
inevitable, treinta, sesenta y hasta cien veces más numerosa de lo que se sembró.
La gente sencilla, los humildes, los pobres, sí (como nos lo recuerdan tanto el Padre
Robert P. Maloney, C.M., como el Padre Pedro Opeka, C.M.) nos evangelizarán
eficazmente si les dejamos hacerlo. Los salidos de su casa y sin hogar, marginados
y no disfrutando de certeza o seguridad o comodidad, sea doctrinal sea ritual sea
de cualquier tipo, están dispuestos a compartir con nosotros el pan y la bebida de
vida eterna. Pero, ¿estamos listos nosotros a reconocer lo admitido humildemente
por san Vicente de Paúl, es decir, que «vivimos del patrimonio de Jesucristo, del
sudor de los pobres»? De los pobres se sirve Jesús, la Palabra de Dios por
excelencia que, descendida del cielo, no vuelve a Dios vacía sino que hace la
voluntad de Dios y cumple su encargo y así lleva a cabo nuestro renacimiento y
nuestra redención.
Con permiso de somos.vicencianos.org