DECIMOSEXTO DOMINGO ORDINARIO, CICLO A
(Sabiduría 12:13.16-19; Romanos 8:26-27; Mateo 13:24-30)
Los informes de Irak siguen mal. Los radicalistas musulmanes han tomado
poder del norte. Amenazan las vidas de la minoría cristiana cuyas tierras, por la
mayor parte, están allá. Seguramente no les dejarán practicar su fe en paz. La
violencia nos deja con el interrogante: ¿Cómo puede Dios permitir a los
malvados seguir sembrando el odio? En la parábola evangélica hoy Jesús nos
presenta una respuesta.
La parábola propone en términos ilustrativos lo que se ha llamado el “problema
del mal”. Eso es, si Dios es justo, ¿cómo puede la gente buena sufrir
atrocidades? Jesús cuenta cómo se ha descubierto una mala hierba que
asemeja el trigo entre la verdadera planta. Pregunta: ¿Qué debería hacer el
amo de la tierra? Entonces explica que si arranca la amenaza, va a perder el
trigo. Pero si no la arranca, la hierba se aprovechará del agua y del sol
destinados para el trigo En una manera u otra, habrá problemas. La parábola
resuelve el dilema por recomendar que no se moleste tanto por la hierba mala.
Dice que al día de la cosecha se podrá distinguirla del trigo y fácilmente
descartarla.
Se puede aplicar la sabiduría de la parábola a situaciones actuales. En el caso
de los radicalistas musulmanes, algunos podrían ser jóvenes bondadosos
reclutados en la milicia por la fuerza. Si se destroza toda la milicia, estos
jóvenes no van a tener la oportunidad de mostrar su bondad. Más cotidiana, la
parábola nos indica que no sería provechoso eliminar las serpientes de cascabel
porque sirven como consumidores de los insectos. Hay otro ejemplo más
significativo que deberíamos considerar.
El campo de trigo sembrado con la mala hierba representa a cada uno de
nosotros. Pues, todos nosotros somos una combinación de bondad y maldad.
Un sabio una vez dijo: “La línea que separa el bien del mal no pasa entre
estados, ni entre clases, ni entre partidos políticos sino que atraviesa cada
corazón humano”. Aunque nos conocemos como buena gente, sabemos que no
somos apenas perfectos. Pecamos, a veces gravemente. Un padre de familia no
puede comunicarse con su hijo joven. Cada vez que conversen, terminan
gritando a uno y otro. Una enfermera siente desdén para la compañera de
trabajo que es morena. Si le ve acercándose, casi automáticamente vierte la
cabeza al lado.
La parábola nos cuenta que no somos perdidos. Dios permitirá que el mal exista
a la par del bien por un tiempo. Pero un día va a arrancar el mal de nuestros
corazones tan seguramente como el ortodontista limpia las caries de nuestros
dientes. Entretanto podemos contar con los gemidos del Espíritu Santo dentro
de nuestros corazones como dice san Pablo en la segunda lectura. El Espíritu
está rogando por nosotros para lo que ni sabemos que pedir.
¿Significa esto que no tenemos que preocuparnos por nuestros pecados?
¿Quiere decir que solamente tenemos que esperar la acción de Dios sin mover ni
un dedo por nuestra perfección? ¡Absolutamente no! Siempre tenemos que
confesar nuestras faltas y pedir el perdón. Entonces, queremos reclamar para
nosotros las palabras que rezamos en el Padre Nuestro: “Hágase tu voluntad en
la tierra como en cielo”. Eso es: Padre, dirige mi voluntad en conforme con la
tuya. Con esta determinación podemos enfrentar a nuestro hijo rebelde o
acogerse a nuestra compañera con la calma del pescador en un día caliente de
verano.
Una vez un agricultor del Oeste de Texas describió el reto de sus antepasados
cuando llegaron a la tierra. Dijo que tenían que limpiar los campos de “piedras,
mezquites, y serpientes de cascabel”. Cada uno de nosotros tenemos un
corazón que asemeja esos campos. Tenemos que limpiarlo del odio y desdén.
Para ayuda podemos contar con Dios como el calor del verano. Podemos contar
con Dios.
Padre Carmelo Mele, O.P.